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Racha trágica sobre el folclor vallenato

Como el pueblo de Badillo, el folclor vallenato ha estado de malas porque la parca a sus estrellas le quiere robar. Macondo no deja de llorar pero sus lágrimas se volatilizan por toda la hidrografía caribe, ya los ríos no crecen. La primera tragedia prematura la sufrimos con el gran e inigualable compositor Fredy Molina, otro como él no ha vuelto a nacer, el amor sensible fue sustituido por “la yuca y la tajá”.

En sus escasos 27 años nos dejó largas páginas de romanticismo. Después, nos arrebataron al cantor del río Badillo, el enamorado platónico de la “Sanandresana”. Habrá muchos Octavios pero como este jamás. Con solo 22 años partió Héctor Zuleta, los sonidos de este maravilloso instrumento perdieron a uno de sus mejores exponentes, una familia y un fanaticada quedaron truncadas. Al año, su pariente y compañero de fórmula, Adaníes Díaz Brito, perece trágicamente en una carretera Guajira; nunca nos hemos olvidado de “Marianita”, su aguda voz nos hace creer que aún está vivo. Fue una década de dolor. Después cae vilmente asesinado el cantor de Becerril, Rafael Orozco, cuyas voces melodiosas no han dejado de sonar pese a los intentos de El Binomio por reemplazarlo; Rafa era irreemplazable. Levantada la tumba de Rafa, la tragedia cae sobre la familia Rois, un accidente evitable. Juancho con Colacho tejieron la filigrana que vistió a Diomedes de gloria. Al año siguiente, se nos va Patricia Teherán, la diosa del vallenato, esperamos su remplazo. En 1999 se despidió trágicamente el prolífico compositor y guitarrista Hernando Marín, el hombre que le hacía caricaturas a sus personajes en sus canciones; la bola de fuego así lo decía. En su género, Marín era único. Pero las tragedias no pararon ahí; el coro celestial necesitaba a Kaleth Morales, un innovador que a sus 21 años ya había creado la escuela de un nuevo vallenato; su partida ha sido una de las más dolorosas en toda Colombia, en especial en su querida Valledupar. A veces uno cree que la vida no es justa; un hacedor de música, la medicina del alma, no debería morir y menos tan pronto. Ya antes, la guadaña deletérea de la tragedia había visitado a Jesús Manuel Estrada, un muchacho de la sabana que respiraba humildad, para apagar su formidable voz. Jamás podremos olvidar a Leo Gómez, un excompañero de Kaleth, músico y precoz empresario del acetato, que una noche equivocada le segó la vida. Hoy lloramos a Martín Elías, imposible ocultar nuestro dolor; estaba creciendo musicalmente como muy pocos lo han hecho tan rápido, ni siquiera su padre el gran Diomedes lo logró en tan poco tiempo. Martín Elías así como Marín, se fueron tras la huella que trazó Eduardo Lora en la loma de la Venera, tal como Bolívar fue buscando las huellas de Humboldt y de La Condamine en su delirio sobre el Chimborazo. Sucre ha sido como un agujero negro para nuestros exponentes vallenatos.

Por supuesto, aquí no hay nada de misterio, la naturaleza no tiene por qué vengarse del folclor más lindo del mundo; la vida del músico es muy agitada, sus compromisos son apremiantes. Por ley de probabilidades tiene más opción de accidentarse quien más viaje que quien no lo haga pero aquí existen dos factores determinantes; uno exógeno que es la seguridad y control de las vías, que corre por cuenta del Estado; el otro endógeno determinado por la prudencia y ponderación de los circulantes. Quizás este último tenga mayor peso en la accidentalidad. Calma, calma, la vida no es una maratón, más vale perder un minuto en la vida que la vida en un minuto.

Luis Napoleón de Armas P.

nadarpe@gmail.com

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