Con este titular no me refiero al libro de Ingrid Betancourt, se trata del padecimiento que nos embarga a mi familia y a mí. El domingo 24 de este mes, a plena luz del día, en el mayor centro comercial, el Guatapurí Plaza, fue atracada nuestra joyería, en ausencia total de vigilancia por parte de este conglomerado comercial, 5 sujetos encapuchados hicieron de las suyas durante ocho minutos, sin que el monitor central de la institución se percatara de que esto ocurría.
Más de una hora transcurrió desde la apertura a las 12:00 a.m. hasta la hora del atraco (1:15 p.m.), y no pasó un solo vigilante por la joyería, ni siquiera a revisar que se había abierto el negocio como en los primeros años lo hacían. Se fue la constancia de 45 austeros años de trabajo. Los locatarios pagamos seguridad para nosotros y para el cliente que prefiere venir acá en vez de comprar en el centro de la ciudad donde hay mayores riesgos.
Pero este evento hay que contextualizarlo en el marco de la descomposición nacional que va desde las altas esferas del gobierno hasta los primarios niveles de la familia cuyo espejo es la vida fácil y ostentosa de los mafiosos y de ciertos funcionarios; hoy la supervivencia descansa sobre la habilidad malsana, practicando aquello de que el fin justifica los medios.
La delincuencia es endémica y se ha convertido en una conducta aprendida a cuyas consecuencias casi nadie teme. El mensaje institucional a la nación es que el crimen paga, funcionarios de todos los niveles y en todas las ramas del poder público son un libro abierto para el común de las personas. Cada día vemos como las arcas del Estado son violentadas con diferentes procedimientos y nada pasa.
Es difícil creer que solo sean manzanas podridas, se podría pensar en que todo el cultivo se ha perdido. Son muchos los delincuentes apresados cada día pero que luego obtienen su libertad, ya por falta de pruebas, ya por capturas ilegales, ya por considerar que no constituyen un peligro para la sociedad, ya por procedimientos truculentos del mismo sistema judicial donde la coima es habitual.
Son muchos los vericuetos que hay en nuestra institucionalidad santanderista donde el párrafo está por encima de los hechos, debilidad normativa que favorece al hampa. Los actos violentos de todo tipo ya casi no son noticia, son el diario vivir y nuestra insolidaridad ya es genómica; por eso hemos llegado a un estadio de inseguridad en el cual la desconfianza por la institucionalidad es total y es ahí donde las naciones fracasan. La inseguridad del campo hizo metástasis, la ciudad está atrapada, fruto de la llamada “seguridad democrática”, quizás, que por 20 años nos han vendido.
Ahora podemos ir a las fincas pero no podemos vivir en las ciudades y tampoco queda gente en el campo. El concepto de seguridad es absoluto, no tiene apellidos, puede darse en un país democrático como Suiza o en una dictadura como Singapur, un país enano, o en la China, un país gigante.
Si el gobernante es honesto a prueba de fuego e impone sus principios y ejemplos, sus gobernados también lo serán. En Colombia hay un relajo. Por supuesto, allí está Valledupar donde la inseguridad pulula y hace grima. Aquí hay muchas bandas de delincuentes, y si los cuerpos de seguridad no saben dónde están, hemos fracasado. El próximo presidente tendrá que sacar la fuerza pública de la comodidad de los cuarteles para que cuiden la vida y bienes de los ciudadanos, así reza nuestra Carta.