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“Quiero la paz, para que ningún niño viva lo Que yo viví en las Farc”

En el pueblo de Margarita*, en medio de las selvas del suroccidente colombiano, solo había un televisor, una planta eléctrica; sin acueducto ni alcantarillado, tampoco internet. Para los niños que estu- diaban con ella en el año 2007 no había más entretenimientos que las actividades académicas de la escuela rural y la meta de los jóvenes era pocas: salir de allí o ingresar a las filas del hoy disidente Frente Primero de las Farc ‘Armando Ríos’, el único ejército que los visitaba con frecuencia.

Tenía 12 años en ese tiempo y hablaba con una joven de 17 años, a la que veía acompañada de los guerrilleros de civil y sin armas, que por exigencia de un presidente de Junta de Acción Comunal le decía que si se quería irse con las Farc lo podía hacer cuando quisiera. El desaliento de una vida sin futuro en medio de la selva, discusiones en su hogar y la curiosidad, hicieron presa fácil a Margarita de los reclutadores.

¿Tuvo miedo? “La verdad no. Me fueron conquistando, algo así”, dice la joven que hoy está a punto de cumplir 21 años. Su rostro indígena de la etnia Barasana, sus manos ásperas de armar y desarmar fusiles AK– 47, menos pesados dice ella, confirman la historia. Caminando por la carrera séptima del centro de Valledupar parece una kankuama, de pocas palabras casi todo el tiempo y de repente explota en sonrisas.

Pero en su memoria hay disparos, muertos, tumbas que ella cavó, personas que tuvo que matar por orden de alias ‘Iván Mordisco’, el jefe guerrillero que anunció disidencia de las Farc cuando los diálogos en La Habana llegaron a su fin y daban paso a un escenario de posconflicto por el que transita por estos días el país.

“Después que entré a la guerrilla a ella la mataron en un bombardeo por el río arriba”, dice Margarita al recordar a la joven que la ayudó a entrar a las Farc junto a otros estudiantes de la escuela rural. “Yo ha- blé con el comandante de escuadra en mayo, pero me vinieron a buscar el día que salíamos de vacaciones en noviembre, ese día estábamos despidiendo a los estudiantes de noveno, yo hacía séptimo. Me fui solo con lo que llevaba puesto, sin despedirme de mi mamá”, dice.

En esa época en su pueblo “llovían” volantes del Ejercito Nacional en donde se decían tantas cosas, pero ella solo recuerda “que la guerrilla mataba a muchas personas. Hablaban tanto de la guerrilla que daba curiosidad”.

En sus primeros días en la guerrilla, las “clases” fueron hacer armas con cualquier elemento del entorno. En su primer combate, luego de seis meses de entrenamiento, se desmayó al oír los disparos de la Fuerza Pública, desde entonces fue la burla de las tres niñas que ingresaron a las Farc con ella aquel noviembre de 2007 y los otros 20 niños que hacían parte de su grupo. “El Frente Primero es el que más niños tiene”, agrega. Armada y con camuflado recibió su graduación en la guerra, cargada en hombros por las selvas del Guaviare.

Su primer intento de fuga

A los 13 años ya deambulaba por las selvas de Vaupés, Caquetá, Guaviare, en los diferentes frentes guerrilleros, conociendo jóvenes de diferentes lugares del país, todos con la mirada en el monte, atento al “enemigo” que les enseñaron a combatir.

Casi cumplía 15 cuando conoció a un joven de 19 años, alias ‘Manuel’, que venía del Frente 45, aburrido de la maleza y con anhelos de una vida nueva.  “Planeamos fugarnos por el río Guaviare, río arriba o río abajo, por los lados había salida. Nos perdimos y durante días nos refugiamos en el monte. Alguien, en una zona rural nos reconoció y llamó al comandante. Nos encontraron y a mí me dejaron como cinco días sin armas, cavando huecos para los muertos. A los días a ‘Manuel’ lo mataron, era la quinta vez que intentaba fugarse”.

En el 2008 llegó al Séptimo Frente, donde conoció por primera vez la tragedia de los secuestrados. “No sé quiénes eran, civiles y militares, entre ellos un sargento, pero no sé qué fue de ellos, mi labor era de guerrillero raso, combatir, comprar provisiones y armar municiones a mano”, comenta.

disparar, no mirar

Todo niño, adolescente y hasta adulto que ingresó a la guerra en cualquiera de los lados del conflicto colombiano, pasó por la angustia de su primer muerto, por eso Margarita asegura que su permanencia en la guerrilla estuvo llena de desaciertos hasta en los disparos. “Estuve muchas veces en combates. Nunca apuntaba, botaba cartuchos y ya”, dice y sonríe algo avergonzada. Hace una pausa silenciosa ante la pregunta sobre personas que cayeron bajo sus balas. “Un señor y una muchacha. Yo no tenía capacidad de matar, me decían que tenía que hacerlo, el comandante ‘Iván Mordisco’ me decía que tenía que aprender. Duré un mes sin comer bien, todo lo que comía lo vomitaba, tampoco podía dormir, hay gente que le da igual matar, yo no servía para eso”, afirmó.

LLegó eL hastío de la guerra

Cuando supo que un hermano dos años menor que ella quería ingresar a la guerrilla porque ella hacia parte, descubrió que había llegado la hora de fugarse. “Nos mandaron al pueblo preciso a los que nos queríamos volar. Nos mandaron a comprar pólvora para armar municiones y al llegar al pueblo nos miramos y lo decidimos. Fuimos a la Policía Nacional y al llegar con los policías ellos se llevaron a mis compañeros y a mí por ser menor de edad me dijeron que tenían que entregarme al ICBF. Tenía una pistola pequeña y la entregué”, explica Margarita.

El desarme, La desmovilización y la paz de margarita

Su vida dio un giro extraño, pero el camino parecía enderezarse a través de la Agencia Colombiana para la Reintegración. Esa pausa oscura, ese tránsito amargo de la niñez a la adolescencia, lleno de malos re- cuerdos para una niña en pleno florecimiento de su cuerpo, la antesala a la adultez la vivió en uno de los ambientes más hostiles que puede vivir un niño en Colombia, olvidó su alias. Narrar lo que experimentó en su condición de mujer, mujer guerrillera, no es necesario. Por esto agradece cada día de su vida, sin importar su paso por cinco ciudades del sur, centro y oriente del país, como parte de los cuidados que la Agencia debe tener con los menores de edad que se desmovilizan a riesgo de su vida.

“Llegué a Valledupar el año pasado. Conocí enseguida a un muchacho en la Plaza Alfonso López, nos hicimos novios y hoy vivimos juntos”. Sonrojada Margarita explica cómo superó el reto de contarle a su pareja que era desmovilizada de las Farc. “Me llevaba a la ACR tantas veces que un día me preguntó. Durante cinco días estuve explicándole y cuando entendió de qué le estaba hablando no dijo nada. Solo sé que aún está conmigo”, manifiesta.

Hoy es estudiante de una carrera técnica, concluye su bachillerato en una escuela de la capital del Cesar y recibe un apoyo económico por cumplir con la ruta de la ACR. Es una participante de los 1.491 desmovilizados en proceso de reintegración en el Cesar, de los cuales 1.277 pertenecían a las Auc, 116 al Eln, 94 a las Farc y otras cuatro personas que pertenecían a “otros” grupos.

Ya van a cumplirse cinco años desde que se desmovilizó y desde entonces ha sentido que hace parte de una sociedad, una ciudadana más. Paga servicios, sube al transporte público, los mototaxistas de la ciudad le pitan, le sonríen, le echan flores. Es una joven con sueños, que camina tranquilamente por las calles de la ciudad que la acogió, en donde espera algún día tener a su mamá y hermanos, a los cuales dejó en el pueblo enterrado en la selva colombiana que limita con Venezuela y Brasil.

Lo mejor que puede pasar, es la paz

Margarita cierra este dialogo con EL PILÓN asegurando que el país pasa por un momento importante que los colombianos no pueden ignorar. En la guerra, dice, “ahí uno conoce las caras de la vida. No quiero repetir la experiencia. Lo mejor para Colombia, para los niños de Colombia, para todos, es no vivir lo que yo viví allá”.

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