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¿Quién tiene la razón?

El nombre de esta columna nada tiene que ver con un programa televisivo para amas de casa desocupadas donde los protagonistas exponen sus problemas buscando solución. Me refiero a las dos posiciones que muchos juristas asumieron frente a las posibles acciones que el gobierno nacional adoptó frente a la solicitud de la CIDH. Aquí me di cuenta de que en la interpretación de normas jurídicas hay tanto de largo como de ancho; me di cabal cuenta de que el derecho en Colombia está en función de la formación ideológica y/o de intereses coyunturales.

Todos los abogados consultados, que hacían parte del gobierno o estaban alineados con tendencias de derecha, dijeron que las decisiones de la CIDH no eran vinculantes para el gobierno. En cambio, los abogados simpatizantes de Petro o vinculados al gobierno distrital, dijeron lo contrario. Cada interrogado daba sus argumentos con tanta propiedad que uno quedaba indefenso para refutar. El galimatías fue intenso.

Detrás de cada respuesta había citas a jurisprudencias y normas que daban fuerza al argumento. Aquí me pude percatar de que el derecho está muy lejos de ser una ciencia social, más bien, llena de sofismas distractores y frases impactantes. No pretende uno que una norma jurídica sea una ecuación, pero que tampoco tenga un parámetro de diferencia tan amplio que impida buscar acercamientos razonables y lógicos entre las partes.

Aquí lo que vimos es que los argumentos de lado y lado son excluyentes como si se tratara de dos tipos de conocimiento diferentes. Una ley, norma o principio deberían tener la claridad mínima que facilite su interpretación así sea por parte de un lego en la materia. Un postulado jurídico no debería estar a la merced de la interpretación arbitraria de ningún juez, con tanta discreción y caprichos como ocurre, por ilustre que sea el togado. La falta de precisión normativa se presta para el atajo alevoso de la institucionalidad.

En estos casos, deberían encenderse las alarmas de la Corte Constitucional en forma automática. No es posible que el ministro de justicia, doctor Gómez Méndez, se columpie cambiando su interpretación inicial solo por disciplina de gobierno. Esta cambiante libertad interpretativa le quita seriedad a este oficio convirtiendo a sus miembros en rábulas rebuscadores de argumentos para acomodar resultados. La verdad es que las facultades de derecho del país deberían iniciar un proceso sentido de revisión de sus currículos y de la estructuración de los fundamentos de esta hermosa profesión, la más antigua de todas.

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