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Era siete de diciembre del año noventa y dos.La capital del país guardaba bajo el encapotadocielo un frio acalambrador capazde aposentarse en el tuétano óseo hasta entumecerlo.
Ese día al punto de las docerecibí una encomienda muy provinciana, mi madre me había mandado de aeropuerto a aeropuerto un cargamento que según ella mitigaría mi dolor de alma debido a la ausencia y lejanía de mi tierra querida.
La encomienda era una caja de cartón grande amarrada con sunchos metálicos, cuyo contenido eran dos botellas del escocés, con dos chivos guisados en zumo de coco; una yuca debidamente cocida, de esa que se desarma al sacarle el tallo; una docenas de arepas de queso asadas en hojas de almendro, un ‘enyucado’ en miel de panela, y una nota escrita a mano de su puño y letra que decía: “Te acuestas temprano, y ojo, que con las hijas ajenas no se juega att: Tu mamá” me dio nostalgia leerla, pero me dio más duro al abrir la caja; esta despidió el perfume penetrante de la cocina de mi casa cuando se va acercando el medio día; enseguida se me arrugó el corazón, se me encaramó un nudo en el gañote y me llegó una leve llovizna a los ojos, era una brizna de nostalgia de esas que enternecen el machismo que nos enseñan desde niño.
A pesar de mis diecisiete años mis amistades eran mayores, nada coetáneas, pues decidí invitar a uno de los hombres más grandes que he conocido, me refiero a Esteban Bendeck Olivella. De Esteban aprendí muchas cosas, sobre todo esto de escribir y leer. Esa noche lo esperé con una gran amiga, y a eso de las siete llegó muy bien vestido; con un pantalón caqui, una chaqueta verde aceituna, y unos gamuzones negros talla cuarenta y tres.
Caminaba con una elegancia majestuosa. Cuando le brindé el primer trago, antes de llevárselo a la boca me preguntó: ¿sabes la historia del whisky? Le negué con la cabeza girándola muy suavemente de izquierda a derecha, entonces me reprochó lo acontecido ¿Cómo piensas brindar algo que no conoces? anda y trae el último tomo de la enciclopedia y lee la historia del whisky; después de leerlo y explicarlo de memoria me autorizó a tomarme el trago que me correspondía. Esa noche habló de los amores libertinos, de lo difícil que son las mujeres cuando se les da la gana, de la debilidad de los hombres encoñados, del machismo de las mujeres y la difícil tarea de orinar paradas, de la virginidad de las gallinas, de la terquedad de Manuel Zapata Olivella, de las contrariedades de Paulina su hermana, del corazón brincón de López Michelsen, de Adela mi abuela, su vecina de muchos años en la Calle Grande; de Toño Baute el único hombre que cocotió a los Monitos un Jueves Santo, del dulce arte de ser putañero antes de alcanzar la mayoría de edad, del preservativo antiséptico logrado a partir de las tapas limón, de los amores de Escalona y su enconado ego, de la leve sospecha que le asistía relacionada con la invidencia de Leandro Díaz(él sabe mucho, decía) de las familias que se robaron al Magdalena Grande jugando a ser políticos de bien; de la pavimentación de la carretera Valledupar, Patillal y sus peligrosos abismos debido al espesor de concreto, que según el ministerio(del momento) cada gobernante que llegaba la pavimenta; y por último habló de la muerte, en ese momento el tiempo se estacionó a un costado del hilo, respiró, una, y otra vez, volvió a respirar y me dijo: “Le tengo miedo a la muerte”, pensó un rato como imaginando su propio entierro; pero enseguida soltó una carcajada y ripostó: pero le tiemblo más a las mujeres, la muerte acaba contigo, pero ellas desarman el mundo y bravean por el desorden” me dijo.
Ya pasada la media noche, puse a calentar el chivo, la yuca, y las arepas, mientras acuchábamos unos casetes de Poncho y Emiliano, de Alfredo Gutiérrez, y uno que otro de Diomedes con “Colacho”, al servir el chivo en la mesa le dije: ¿me imagino que no me vas a poner a leer la historia del chivo? Me miró con los ojos saltones y me dijo: ¡deberías! Entonces me preguntó por la cabeza de los chivos, le dije que estaban en la olla “Tráigalas para devorarlas, que tal que este chivo hable?”, me dijo, de repente soltó una amplia carcajada, esa noche le dijo a Fulanita de Tal, mi amiga que a nosotros los provincianos las mujeres nos manejaban con una buena cocina y con una buena cama “con la comida lo atrapas, y en la cama lo matas” mucho tiempo después entendí que lo que dijo Esteban esa noche, era una realidad de a puño.
Dos meses después, para el mes de febrero o marzo, no estoy seguro, me llamaron un sábado por la tarde a darme la noticia de que Esteban acababa de ser nombrado ciudadano insigne del cielo, había muerto, fui a su sepelio, lo sepultaron un domingo triste. Logré quedarme con su amistad, y con el hábito de leer y releer y escribir.
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