Al rubricar el documento contentivo del Acuerdo del cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo y su apretón de manos como gesto del compromiso de cumplirlo por las dos partes contendientes, el Presidente Juan Manuel Santos y el comandante en jefe de las Farc, Rodrigo Londoño, alias Timochenko, han dado el más alto salto para bien de Colombia y de los colombianos, al ponerle fin a una confrontación armada que data más de cinco décadas. Los colombianos podemos ahora decir, parodiando al Quijote, que ni el bien ni el mal son duraderos y siendo que esta guerra cruel y cruenta había durado tanto, la paz está cerca de alcanzarse, dejando atrás para siempre la guerra con todos sus horrores.
Después de cinco intentos frustráneos, gracias al empeño y al empecinamiento del Presidente Santos, después de tres largos años de esfuerzos, de altibajos en la negociación, con amagos de ruptura, de escepticismo paralizante, se logró dar este paso histórico, marcando un hito sin precedentes y de la mayor importancia, de un antes y un después de este 23 de junio. No ha habido en los últimos dos siglos una noticia más importante para los colombianos que la suscripción de este Acuerdo, tras el cual expresó sin ambages alias Timochenko “que este sea el último día de la guerra”.
Lo había dicho premonitoriamente nuestro laureado García Márquez, apóstol de la paz, “nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria a la guerra y a la destrucción. Y la aspiración de todos los colombianos ha sido la misma de él, hacer de la paz “una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir… donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
La política es el arte de lo posible y a través de este Acuerdo se le está dando una salida política a un conflicto armado y para arribar al mismo fue indispensable ceder de parte y parte, dado que no se trata ni de un armisticio ni de un sometimiento o capitulación, que sólo se dan cuando una de las dos partes es derrotada y este no es el caso. Las bases sobre las cuales descansa este Acuerdo son la verdad, la justicia y la reparación, esas fueron las líneas rojas que desde que se sentaron a la mesa de las negociaciones trazaron los negociadores del Gobierno, encabezados por el hábil y avezado negociador Humberto De la Calle. Son muy dicientes las palabras de Eamon Gilmore, enviado especial de la Unión Europea para el proceso de paz en Colombia y nada menos que exministro de Irlanda, cuando afirmó de manera categórica que “el Acuerdo que se está negociando en La Habana con las Farc es mejor que el realizado hace 18 años en Irlanda”. De allí el gran apoyo que se ha granjeado de parte de la comunidad internacional, encabezada por el Secretario General de las Naciones Unidas Ban Ki –Moon, a este proceso, no se puede entender de otra manera.
Ahora bien, con la firma de este Acuerdo se despejó el camino y ahora estamos en la ruta crítica para el cierre del ciclo de las negociaciones y se abre otro ciclo que es el de la implementación del mismo. Esta ímproba tarea no es menos compleja y difícil que aquella. El fiel cumplimiento de lo acordado es la premisa para que no nos veamos abocados al fracaso del mismo, como ha ocurrido en tantos otros países. De 646 acuerdos de paz firmados en 85 países entre 1990 y 2007 más de la mitad de ellos han terminado en el más rotundo fracaso antes del primer lustro de haberse firmado.
La firma del Acuerdo que le pone fin al conflicto armado entre el Estado y las Farc no es el punto de llegada, más bien debe de servir de punto de partida para las grandes transformaciones económicas, sociales y políticas que deberán darse en la construcción de la paz.