Por Mary Daza Orozco
Despreocupada la saqué del closet, no se me ocurrió otra, quizás porque la tarde invitaba a la alegría, a admirar el cielo limpio y los últimos rayos del sol como pinceladas ambarinas que se preparaban para darle paso a las sombras; toqué la suavidad de la tela y me sentí bien con mi blusa roja, de un rojo pasión, rojo fuego, rojo coral, rojo sangre, rojo deslumbrante, rojo alegría. Salí animada para la misa del domingo que es el sábado por la tarde, llegué al templo y ya había un buen número de personas, todas de blanco, negro, blanco y negro, marrón, blanco solo, beis con marrón, pensé en que se llevaba a cabo un funeral, por eso me senté en una silla cerca de la puerta para esperar que pasara, pero no era un funeral, era una misa de novenario (antes se decía las nueve noches), lo supe porque la agente, antes de comenzar el ritual, abrazaba a la familia a la que hace unos días fui a darle mi sentido pésame.
Me comenzó una pequeña molestia, la gente de blanco y negro seguía entrando, la gente me miraba, mi pobre blusa soportó miradas negras, marrón, nadie tenía los ojos azules, me sentí tan fuera de lugar que alcé la cabeza y traté de que no me importara romper el equilibrio adolorido de los fieles que tenían la oportunidad de estrenar vestidos luctuosos.
La misa iba a comenzar, yo había cambiado de asiento frente a un abanico, las miradas llegaban a mí con un mensaje horrendo: eso es no tener respeto por el dolor de los demás; una amiga me miró desde el otro extremo de donde yo estaba y me señaló la blusa, miré para otro lado. ¡Anda, Dios hazme el milagro de que mi blusa se vuelva blanca!, creo que esa fue mi única oración, de pronto algo se reveló en mí, la Mary desafiante: quedarme y caminar por el centro del templo a la Comunión, pero el calor, mi blusa empapada, y las miradas, oh, sí, las miradas, me hicieron desistir del intento, se impuso el respeto, miradas negras, no había miradas blancas, marrones como los vestidos de todos, me evadí, casi pegada a la pared, y salí a la calle.
Me alegré de ver a varias mujeres vestidas de color, no estaba sola en el mundo de los rojos, azules, amarillos, el sol se reía y cambiaba sus rayos de ámbar a rojo y naranja arrebolados, sentí que me acompañaba en mi dolor, perdón, en mi irreverencia.
Llegué a casa y respiré profundo, busqué el libro ‘Un vestido rojo para bailar boleros’, de Carmen Cecilia Suárez, lo acaricié, y con él apretado contra el pecho, no sé por qué, me puse a meditar sobre el luto: ¿Qué es el luto? ¿Un vestido negro?, ¿Una blusa blanca? Apretaba el libro para darme ánimo, aunque en mis adentros tenía represada una gran carcajada. Sí, ¿qué es el luto? Solo recordé la sentencia de Jesús de Nazaret: ‘Dejad que los muertos entierren a los muertos’.