Por Luis Augusto González Pimienta
La desigualdad ha sido característica predominante de los enfrentamientos bélicos. Baste recordar la inacabada confrontación entre israelíes y palestinos o entre fuerzas aliadas contra el régimen talibán de Afganistán, en donde es grande la desproporción de armamento, recurso humano y logística.
En el campo de las relaciones de pareja ocurre otro tanto. Es una guerra sin cuartel en la que cada cual persigue imponer sus condiciones mediante el ablandamiento del rival. Las estrategias varían dependiendo de las personalidades de los contendientes y del momento en que se emplean; eso sí, fluctúan entre el melindre y el maltrato. En medio, no faltan las situaciones que llaman a la risa de los terceros. Los adversarios jamás ríen: sería una afrenta mayor de imprevisibles consecuencias.
Dicen que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Algunos no oyen como mecanismo de defensa. Recuerdo a un muy querido tío que optó por hacerse el sordo para limitar las cantaletas de su mujer. Todo consistía en resistir un poco al principio para agotar la paciencia de su cónyuge, que ante las interjecciones de sorpresa o incomprensión del marido a cada uno de sus reclamos, suspendía el sermón con un “contigo no se puede, es inútil seguir hablando”. Mi tío se retiraba a disfrutar en soledad del éxito de su estrategia. Mi tía mascullaba su derrota. Algo parecido, guardadas las proporciones, al fracaso de Napoleón en su campaña contra Rusia que terminó con la trágica retirada de Moscú.
En la lucha por imponer criterios las parejas olvidan su disímil temperamento, determinado por la naturaleza. Se creen iguales cuando las diferencias por razón del sexo son enormes. Especialmente en materia de prioridades. Un ejemplo viene bien: al recibir una invitación para una fiesta la mujer piensa, “¿qué me pondré?”. El hombre, a su turno, “¿será que vamos?”
La sensibilidad forjada por los años convierte en troneras las pequeñas diferencias. Las zonas de distensión se reducen, las hostilidades se acrecientan, los diálogos se extinguen. Cada cual marca su territorio y acentúa sus gustos. La mujer prefiere comer vegetales y carnes blancas; el hombre harinas y carnes rojas. Ella selecciona las vías con semáforos; él las elude. Nimiedades que se van acumulando. Como la lava de los volcanes.
El punto culminante llega cuando la mujer solicita una opinión al marido. Volvamos al ejemplo de la fiesta. Decididos a ir, ella duda entre dos atuendos: si él escoge el primero, ella se pone el segundo. Y viceversa. Pero, si no emite ninguna opinión, le espeta un “¿por qué no dices nada?”