Pedro Perales Téllez
¡Vaya si no es un rompecabezas! Y se podría pensar que es la idea con la que llegan a la administración de la cosa pública quienes cada período gubernamental inician su gestión. Por fortuna hoy hay una gama de especialistas en todo y para todo, y por eso los que se aventuran a asumir responsabilidades con la comunidad, en cargos de elección popular, se supone que llevan en sus agendas, con la ayuda o asesoría de aquellos, bien elaborados, planes y cronogramas de actividades realizables para que lo ofrecido no quede en solo eso: promesas.
En esas está el burgomaestre local y su equipo de servidores oficiales, afinando bien las cuerdas de su mandato con el fin de que, en el conjunto administrativo, cada instrumento suene bien y así la presentación ante los vallenatos cuente con la aceptación de todos los asistentes: una población a la espera de que se tome el toro por los cuernos, procurando siempre apelar al raciocinio: bastante a lo educativo e informativo, es decir, a la zanahoria, e, inevitablemente, al “garrote”, cuando sea necesario, pues aquí, muchos (muchísimos) los deberes los han dejado en el libro del olvido, o en algo peor.
¡Qué desorden de ciudad el que tenemos! Por donde se le mida o se le proporcione, al ojímetro, como diría mi profesor de mano alzada, el tamaño del caos que se observa en Valledupar es de una dimensión enervante. Por eso la pregunta es oportuna: ¿por dónde, y cómo, empezar a sofocar semejante conflagración indisciplinaria y actuar social?
El primer y monumental síntoma urbano es la movilidad. Dicen quienes se mueven o se han movido por distintos países, o conocido otras culturas, que en la radiografía de esta se evalúa la calidad de vida de una ciudad. Porque a pesar de que las metrópolis del mundo, vistas desde arriba, parezcan hábitat de millones y millones de insectos que se mueven apretujada y trabajosamente, cundidas de vehículos, los preceptos escritos, y que se suponen todos los involucrados conocen, se acatan con responsabilidad. Si, como en la premonición de Le Corbusier en la primera mitad del siglo XX, a la ciudad la mataría el carro, la muerte de aquellas es paciente, porque la ven morir con respeto o las atendieron con los medicamentos apropiados. Nuestras ciudades, impreparadas en infraestructura, en lo social y en lo superestructural, para recibir en sus entrañas la andanada de copias traídas como modelos importados, se nos convirtieron en espacios y territorios indeseables imposibilitados para ser ordenados como tales.
Se dijo hasta la saciedad que la apertura económica, la globalización y los subsiguientes tratados para parecernos a estos (modelos importados) nos traerían un cúmulo de sinsabores por las asimetrías existentes para competir con el mundo desarrollado.
Bueno, ante tal realidad, es preciso señalar, de aquí en adelante, mucho de lo que hay que enmendar, corregir y cambiar radicalmente, si queremos que lo por venir no se nos convierta, en el corto plazo, en algo insoluble para la ciudad.