Por: Imelda Daza Cotes
”La pobreza en la que se encuentran la mayor parte de los habitantes del planeta y el consumo excesivo de la minoría, son las dos causas mas importantes de la degradación ambiental mundial. Esta situación es insostenible, y continuar posponiendo acciones no constituye ya una opción” GEO 2000
Todo en la naturaleza está interconectado y para que funcione bien tiene que existir armonía entre las partes. Cuando ésta se pierde sobrevienen, entre otros, las catástrofes naturales que azotan aquí y allá de distinta manera pero con efectos muy similares. Por un lado es la sequía y por otro son las inundaciones. Las temperaturas extremas congelan a unos y asfixian a otros. Pero nadie escapa a las consecuencias del uso y abuso de los recursos que la tierra nos provee.
Los ricos del mundo constituyen menos del 20% de la población total pero consumen más del 80% de los recursos que se emplean cada año. Esta relación desproporcionada debería comprometer a los países ricos con un proceso de cambio de actitud frente al tema ambiental. Pero cumbre tras cumbre lo que estos hacen es evadir la responsabilidad y tratar de descargar en los menos culpables las tareas que demanda una rectificación del rumbo. Es urgente cambiar los patrones de consumo. Para que la siempre creciente población de la tierra pueda llevar una vida normal se hace necesario que la porción del mundo rico reduzca el uso y el consumo de bienes materiales en un 90%. Suena exagerado pero es apenas justo. No hay otra manera de rectificar, todo lo demás serán apenas paliativos y si no hay rectificación, el futuro es de verdad apocalíptico. Estamos al borde del precipicio, unos ya cayeron, otros no quieren verlo. Acaba de finalizar la Cumbre de Cancún que pretendía adelantar negociaciones y acordar medidas para revertir el calentamiento global. Los logros son insignificantes en proporción a las expectativas y a las urgencias.
De otra parte el modelo económico predominante es insostenible y depredador. No se puede sostener un ritmo de crecimiento económico infinito con base en unos recursos finitos. Así de sencillo y así de complejo. El consumo desenfrenado y la voracidad económica de unos pocos que se han creído dueños del planeta -que nos pertenece a todos- son males que están en los orígenes de la catástrofe. Pero además ese mismo modelo excluyente, profundamente injusto, desigual y discriminador es el que obliga a los pobres del campo a ubicarse en las laderas de los ríos o de las montañas, siempre en zonas de alto riesgo confiados más en la protección divina que en el apoyo del estado. Desde hace más de 5 décadas esos pobres del campo, cansados de las penurias, iniciaron un proceso de migración a las ciudades. Allí ocupan áreas igualmente frágiles, viven hacinados en suburbios donde construyen sus precarias viviendas que no soportan un viento fuerte. Tampoco en la ciudad hay espacio para ellos. Los acaparadores de la tierra urbana, el desorden urbanístico y la falta de planificación sumados a la falta de programas de vivienda popular aumentan la vulnerabilidad de la mayoría de la población urbana. Son esos pobres los que han sufrido con mayor rigor los efectos de las lluvias desenfrenadas en Colombia. Tienen razón quienes creen que lo urgente de cambiar no es el clima sino el sistema económico.
Y claro, ante la catástrofe florece la vanidad humana disfrazada de caridad cristiana. Proliferan las campañas de donaciones, a ver quién da más, quién donó tanto, cuál es su nombre. La farándula aprovecha la ocasión para promoverse, los medios compiten a ver quién recaudó más. No se trata de censurar la solidaridad, siempre plausible, sino de advertir que esa generosidad ciudadana debería ser más discreta y que no puede pretender suplantar al Estado como directo responsable del problema. La solidaridad ciudadana es un apoyo inmediato muy importante pero nunca será la solución. El asistencialismo es nocivo en la medida que conduce a la pasividad cuando no a la resignación.
Ahora llega la Navidad con su jolgorio y su festejo. Una conmemoración religiosa que más que celebrar a los niños estimula y dispara en los adultos el espíritu consumista, ese que debemos frenar si es que queremos mermar las catástrofes. “…seguimos caminando hacia el abismo con los ojos abiertos” (Juan Gossain, El Tiempo. 6 de diciembre)