Era un callejón estrecho, se desprendía de la plaza de Villanueva, allí, entre gente sencilla, que creía en: ‘tu hermano es el vecino más cercano’, se alzaba mi casa paterna, con un patio fresco y un pequeño quiosco donde mi padre daba rienda suelta a su imaginación para crear cosas de madera que terminaban como obras de arte, en cualquiera de las habitaciones, hoy, unas tres, adornan mi estudio.
La casa tenía un ventanal que mostraba la calle que desemboca en La Carretera, y unos metros más allá la casa de Leticia, una vecina blanca de sonrisa fácil; eran las ocho de la mañana cuando ella le brindó un tinto a su marido que esperaba a alguien, sentado a la puerta, era Don Bolívar Olivella, un señor respetable y educado.
Yo saltaba en la cama de mis padres que, aunque me lo habían prohibido, era tan suavecita… esperaba que mi madre, Beatriz, me llevara al colegio de las monjitas Lauras. Mi madre tomaba un café con leche frente a la ventana, yo en mi ‘brincoleo’ no sentí cuando se le calló el pocillo de las manos, pero si me asusté con sus gritos de “¡Ay, no; Tite, qué has hecho!” El famoso Tite Socarrás, (su primo por el lado de los Dangond) a quien profesaba gran cariño lo mismo que toda la familia, desde siempre y más cuando contrabandeaba con mi tío Enriquito y fueron inspiración de Escalona para componer el Almirante Padilla.
Tite, no la escuchó, caminaba tambaleante, estaba muriendo: calló a unos metros de mi casa. Mientras que en la puerta de Leticia yacía el cuerpo de Don Bolívar. Mi mamá me agarró de la mano y comenzó a llorar, yo no sabía que pasaba, solo que un muerto yacía allí en el lugar donde de noche, con mis amiguitas, jugaba a la Marisola. El gran Tite, el parrandero insigne, el gastador de bromas, al parecer fue duro, la noche anterior, con Don Bolívar, que era su suegro, y surgió el duelo mañanero que los llevó a la muerte.
Esto lo narró muy bien José Aponte, que pasaba, con su hermano Tico para el colegio, y Álvaro Castro Socarrás en su interesante libro ’Cuentos, leyendas, crónicas y semblanzas’; yo lo recuerdo ahora, porque en estos días algunos estudiantes, que leen ¡Los muertos no se cuentan así!, me han preguntado por qué escribo sobre la violencia. Yo misma me lo he preguntado, pero quizás todo comenzó cuando iba a cumplir siete años y vi dos muertos llenos de sangre en el lugar donde jugaba las rondas de mi infancia (nunca más jugué ahí, me daba mucho miedo) y a mi madre llorar y luego declarar todo lo que había visto, ante un juez y un alcalde militar.
Nos habíamos venido de Manaure, huyendo de la ponzoñosa violencia que vivió y de la que solo recuerdo pasajes nebulosos; desde entonces oigo hablar de paz, sí, paz para un país que no la logra y que cada vez se le enreda más.
Hoy, un domingo gris, los recuerdos se acumulan, la sensibilidad a flor de piel y de fondo musical escucho aquí en mi rinconcito- estudio: “Pobre Tite, pobre Tite…”.