Por: Miguel Ángel Castilla Camargo
miguelcastillac@hotmail.com
No vengo a disertar sobre el prontuario de quien pudo haber sido un humilde y honesto vendedor de cazabe en el mágico poblado de Ciénaga de Oro.
El ex comandante Aureliano, que funge ahora de alcalde de Bogotá con el sugestivo y elegante nombre de Gustavo Petro, no deja de sorprendernos con sus actitudes de pastor evangélico. Si antes se camuflaba en la manigua y lograba asustarnos, ahora con su teoría del amor, copiada de Cristo, si no es por el casi, diría que estaría para canonizar. Tanto que criticaba a Monseñor Rubiano por confesar a un elefante, ahora ni se inmuta cuando vestido de camaleón se confunde entre santos y contratistas que celebran cada vez que comulga. Comerse una hostia consagrada, en su caso podría considerarse un delito. Pero bueno, Dios que muchas veces se pasa de calidad, perdona hasta lo imperdonable. Dicen los teólogos que esas situaciones solo se dan en el final de los tiempos.
Es el propio angelito que no mata una mosca, el hombre redimido devoto de San Tropel que tiene desconcertado al espíritu santo; es el Mesías que llegó en pleno banquete, el populista que nunca da vivienda ni comida pero que te regala un consejo que te llena el alma. Gracias a su prosopopeya, existe una cuadrilla de loquitos que hablan paja y les pagan por ello, y también miles de jóvenes que van por el mundo llevando un mensaje de tolerancia y fraternidad. Por supuesto, se trata de un homónimo.
El verdadero Gustavo, es un hombre con delirios de persecución al que el Estado colombiano le debe una disculpa. Mejor dicho, si no es por él y sus amigotes, los tanques de guerra de la era Belisario se hubieran quedado sin estrenar. Hasta la marihuana que ambientaba los discursos izquierdistas de los ochenta, logró difundirse gracias al consumismo de una secta que arengaba consignas contra quienes metían más yerba que ellos al otro lado del mar.
Su demagogia barata y su falta de conocimiento en lo administrativo, han quedado en evidencia; juega con Bogotá al error y el acierto. Al mejor estilo facilista, cuando ve que se puede capitalizar la emotividad del vulgo, se apertrecha con el cuento de la participación ciudadana creyendo que los actos técnicos deben ser resueltos con folclorismo.
Parece ser que sus cambios de hábitos, que no son nuevos, obedece a su discipulado con Jurgen Habermas, quien analiza la sociedad como un conglomerado de sistemas complejos donde el actor principal- en este caso el alcalde, se transforma en un sistema racional burocrático –la alcaldía-. La cuestión es que la racionalidad de Petro es la vil copia de un politiquero que por aquellas cosas del destino y de los últimos 10 presidentes, terminó convertido en rey de la dialéctica. Él, mejor que nadie sabe mimetizar la mentira convirtiéndola en verdad. Es el único terrenal que confunde el clientelismo con participación, que se considera inocente de toda culpa por solo haber utilizado la palabra como arma ideológica. Es más, su cercanía con los Nule, de vieja data entre otras cosas, evidencia su cinismo.
La renuncia del secretario de Gobierno, Antonio Navarro; del director de Relaciones Internacionales, Daniel García-Peña; el gerente del Fondo de Vigilancia y Seguridad, Polo Ávila; el gerente de TransMilenio, Carlos García; el subsecretario de Movilidad, William Camargo, y del secretario general, Eduardo Noriega, además de los cambios en Desarrollo Económico, Ambiente, Integración Social y Hábitat, hablan de la poca gobernabilidad de la que goza Petro.
Pero no todo es adverso para el Alcalde. Tiene razón cuando dice que no es una nómina paralela tener una veintena de asesores por valor de 2 mil millones. Por ahora es un sanedrín para el alter ego. En el 2013 puede constituirse en una secta, pero nómina paralela, jamás de los jamases. Como diría su entrañable amigo de trifulcas, falso de toda falsedad.