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“Pero Jesús no le respondió palabra”. San Mateo 15,23

En muchísimas ocasiones, los silencios de Dios son sus respuestas. Silencios llenos de amor y de significado. Sólo pensemos en ese silencio de Jesús que chocó de frente con la actitud de fe de la mujer sirofenicia, cuando clamaba al Hijo de David por ayuda para su hija atormentada por un demonio. O pensemos en esos días de absoluto silencio que hubo en la casa de Betania, cuando pasados cuatro días, su amigo entrañable, a quien habían honrado y reconocido no acudía a ellos para acompañarlos y consolarlos.
Debo preguntar: ¿Podrá Dios confiar en nosotros de esa manera, o siempre exigimos respuestas visibles a nuestras oraciones?
Amados amigos lectores, creo que Dios nos dará las bendiciones que necesitemos si estamos dispuestos a avanzar sin ellas. Cuando él se convierta en nuestra más grande recompensa y en el valor agregado de nuestros tiempos de oración y aprendamos a disfrutar de la presencia misma de Jesús, aun cuando la respuesta se demore y el silencio nos embargue; entonces, significará que Dios nos está llevando a una nueva dimensión de comprensión de él mismo.
Muchos nos quejamos y lamentamos cuando no obtenemos respuestas audibles a nuestras oraciones, pero cuando no lo podamos oír, hallaremos que ha confiado en nosotros la manera más íntima posible de comunicarnos: ¡el silencio absoluto! No un silencio desesperado y angustioso, sino grato y placentero que satura y encierra todo con esa paz que guarda nuestras mentes y corazones.
Si Dios ha contestado alguna de tus peticiones con ese silencio apacible y delicado como el que envolvió a Elías en aquella gruta, entonces, alábalo, porque es señal que él te está introduciendo en el caudal de sus propósitos y pronto navegarás en el río de su presencia.
La manifestación real de sus respuestas, en el tiempo; es un asunto de su soberanía. Jamás podremos por mucho que nos esforcemos añadir a nuestra estatura un codo. El tiempo es un factor no limitante para Dios. Él vive un presente eterno y continuo, él puede traer su respuesta a cualquier estadio de mi vida temporal.
Un aspecto final, igualmente maravilloso acerca del silencio de Dios es que su quietud nos contagia y adquirimos una confianza plena, una certeza absoluta, una sustancia cierta, acerca de lo que hemos pedido; de modo que, con profunda convicción podemos gritar: ¡Sé que Dios ha oído mi oración! Su silencio es la prueba de que lo ha hecho.
Mantengamos siempre la seguridad de que Dios nos bendecirá en respuesta a nuestras oraciones y muchas veces, lo manifestará a través de la gracia de su silencio.
Si la oración tiene el propósito final de glorificar al Padre, entonces, la primera señal que nos dará de su intimidad, es el silencio. Disfrutemos esos momentos de silencios envolventes y llenos de la ternura y el cariño de Dios, cuando hasta las meras palabras sobran.
Fuerte abrazo y muchas bendiciones en el Nombre de aquel a quien amamos…

valeriomejia@outlook.com

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