En su tratado sobre la poética, Aristóteles recomienda a los autores del género literario la tragedia, que después de exponer las primeras acciones de la obra, introduzcan en ella lo contrario, es decir, las peripecias, que como el vocablo lo indica, es aquella parte del espectáculo teatral, que viene a constituir el drama fatal.
En esta columna pienso el desarrollo de la obra teatral al revés. Primero la peripecia y después las acciones iniciales.
Para los griegos, los géneros teatrales constituían aspectos fundamentales de su cultura, pues a través de ellos se conocían mejor, explorándose interiormente, hasta conseguir la catarsis, esto es, la purificación de las díscolas pasiones humanas.
Afortunadamente, ese patrimonio cultural lo tenemos por herencia en occidente y es fácilmente constatable que los pueblos que cuentan con dramaturgos y gentes interesadas en las obras teatrales, son más civilizados que aquellos que carecen de esas disposiciones.
Peripecia a cargo de la Corte Suprema de Justicia de Colombia.
A partir de los años 2014 en adelante, esta entidad viene pronunciando sentencias equivocadas, por no decir aviesas, sobre la categoría de los bien llamados, desde viejos tiempos, terrenos baldíos.
Esta categoría está acuñada a favor del Estado colombiano y la debemos interpretar, como una ruralidad insulsa.
Pero ocurre que la Ley 200 de 1936, que hizo parte esencial y radical de la teoría política que se llamó Revolución en Marcha, del visionario presidente de la República, Alfonso López Pumarejo, le torció el cuello a aquella momia inactiva.
Desde entonces, los terrenos baldíos dejaron de serlo en todos aquellos casos en que campesinos inteligentes y progresistas superaron la condición de inmovilidad económica de aquellos terrenos, que pasaron de ser propiedad de un rey vago, el Estado, a un labriego trabajador fructuoso.
Pues esta realidad y esta verdad es la que viene desconociendo absurdamente, la dicha corte, con sus sentencias peregrinas a favor de un statuquo, retrógrado, en las que se pueden observar las peripecias que introduce, haciendo girar el progreso alcanzado con el trabajo productivo del campo hacia su negación a favor de un presunto dueño, inhábil, el Estadio. Desconociendo el espíritu de la Ley 200, citada antes, que reconoce la fuerza transformadora del trabajo humano, como título legítimo de propiedad, lo cual dichas sentencias aciagas están desconociendo, inspiradas tal vez en hipotéticas reformas futuras, pero desconociendo los derechos legítimos de los actuales propietarios.
Creando, además, enormes problemas, con daños directos y colaterales inocultables, como el desconocimiento de la propiedad privada, de quien ha estado contribuyendo con sus impuestos al Estado y realizado toda clase de negocios lícitos con terceros.
Ahora, cómo entender la contradicción entre el mismo Estado que a través de un juez otorga un título de propiedad adquisitiva de dominio sobre un terreno que de montaña pasó a ser cultivado y otro juez, la corte superior, que lo declara invalido. Y todo en contra de una masa de particulares ajenos a ese proceso. ¿Cómo entender que en un caso el Estado lo es tal y en el otro caso, se desconoce asimismo? ¿Cómo responsabilizar y castigar a los particulares si él se lava las manos? La respuesta está en la figura dramática de la peripecia, que es la plasmación de una absurdez judicial.
Por Rodrigo López Barros.