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Periodismo que no incomoda


Conocí el periodismo desde variados ángulos: primero en la universidad como lector desprevenido, luego en el trabajo como consultor idealista y finalmente en la esfera personal y etílica como admirador y amigo de escritores magníficos que son ejemplo de coraje, estilo y sensatez. Si tuviera que hacer como Henry Hazlitt y resumir de todos estos encuentros el periodismo en una lección, sería ésta: el periodismo debe incomodar.

Cuando el periodismo no incomoda deja de ser periodismo. Se torna complaciente con el poder, blando con el abuso y abdica su papel misional de revelar lo que unos pocos pretenden mantener oculto. Desocultar la verdad, revelarla, mostrar lo que no se ve, ese es su papel fundamental. Como toda labor que se ocupe de la verdad esta misión reposa sobre el conocimiento y la capacidad de aprender. Sin aprendizaje el periodismo no puede leer contextos, debilita su criterio y empieza a tambalear sobre viejas premisas que pueden resultar obsoletas e inhabilitarlo para incomodar al poder.

De esta capacidad de aprender proviene su ventaja y en últimas su idoneidad. Por eso resulta preocupante lo que sucede en materia económica con el periodismo colombiano el cual ha demostrado un analfabetismo crónico y por momentos irredimible. La falencia -que va más allá de confundir billones con millones- nace de desconocer cómo funciona la economía en sus componentes más básicos y constituye una amenaza real al contrapeso que necesita cualquier estado para no sobrepasarse en el ejercicio de la autoridad.

El Estado, escrito con mayúscula, es el poder más grande de todos y por lo tanto el más desigual en su capacidad de daño. Es también el único que legítimamente puede avanzar de manera arbitraria sobre las libertades individuales haciendo uso de la violencia física. Estas características -que son independientes de tiempo y lugar- deberían ser suficientes para estar alerta, no solo de las acciones de nuestros gobernantes, sino especialmente de sus ideas, aquellas que explican el fundamento de su acción y que al mezclarse con ignorancia económica pueden envalentonar a la máquina política para ejercer el daño más brutal y despiadado. Ejemplos de daño son la destrucción del ahorro vía inflación o la distorsión del sistema de precios vía controles, por mencionar algunos.

Colombia enfrenta una disyuntiva trágica en materia informativa, pues cuando más se necesita un contrapeso a un Estado planificador e intervencionista menos preparación tienen los encargados de denunciarlo. ¿Serán capaces los periodistas colombianos de incomodar a un gobierno de izquierda en materia económica? ¿Podrá el periodismo ponerse del lado de los más débiles y vulnerables para denunciar el señoreaje que pretende robarlos con la inflación? ¿Serán capaces de aprender lo que aún no saben para poder corregir los extravíos de la opinión pública?

Uno pensaría que como el oficio periodístico es un contrapoder, los colombianos veremos de su parte sensatez, cordura y cuestionamientos frente a los delirios del entusiasmo colectivista. Para los profesionales periodistas no será una escogencia fácil de ejecutar, pero conceptualmente sí muy sencilla de hacer: o se está dispuesto a aprender cosas nuevas para seguir cumpliendo con la misión fundamental de incomodar al poder o se opta por el camino fácil y cómplice de promover la tiranía de las buenas intenciones. Como dijo alguna vez una historiadora rusa sobre un asunto similar: «Deben elegir, no hay otra opción, y el tiempo se está acabando».

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