El 14 de septiembre de 1953, en Mariangola, pequeño retiro cercano a Valledupar, el sol se levantó más alegre y temprano que de costumbre. Era el día del Santo Cristo, y todos los pobladores preparaban sus ofrendas materiales y espirituales para la velación, que tradicionalmente se festejaba en la casa de Juana Ochoa, la matrona del poblado.
En ese ritual se veneraba a un pequeño Cristo, de los llamados “de pecho”, al cual los devotos encendían velas y pedían milagros y lluvia para las cosechas, y dejaban oraciones, flores del campo y detalles de carácter muy personal.
Desde Los Alpes, hato ganadero de las vecinas sabanas de Camperucho, un grupo de vaqueros acompañaba al joven José Guillermo, hijo de don Guillermo Castro Trespalacios, quien, al galope, atraído por la fiesta, se dirigía a conocer el muy mentado y milagroso Cristo de Juana Ochoa. Tras un breve chapuzón en el río Diluvio, bien entrada la mañana, llegaron al caserío, donde, ya libres de zamarros y espuelas, se instalaron en el patio de la casa de doña Juana.
Era un día muy especial para ella porque estrenaba su flamante radiola Telefunken, que le permitía ambientar mejor la velación, un protocolo donde se mezclaba lo religioso con lo pagano, pues, mientras algunos elevaban sus plegarias al crucifijo, el resto parrandeaba en el patio, debajo del palo de mango.
Por entonces, los discos de moda contenían temas de Buitrago, Abel Antonio Villa y Luis Enrique Martínez y algo de sones cubanos. ‘Pepe’ Castro, como cariñosamente llamaban al hijo de don Guillermo, ordenó un bulto de Ron Caña, un sancocho de gallo mampolón y música sin medida, ya que cada disco sonado costaba cinco centavos a quien lo pidiera. La música atrajo a curiosos y devotos del Cristo, y con ellos llegaron unas jovencitas que se encargaron de ponerle más ánimo y sabor a la velada.
Entre ellas, figuraba Teresita, hija de los lugareños Juan Vásquez y Natalia Díaz, y nieta de Eufemia Vásquez -considerada matrona del lugar-, hermosa quinceañera de buen porte, morena con cara de cielo y lindos ojazos de alegre parpadeo. Sin ninguna intención de conquista, ‘Pepe’ abrió el baile con ella y a él le sorprendió el encanto que siempre tiene una buena bailadora.
Sobre las cuatro de la tarde, con sus habituales séquitos de vaqueros, llegaron Pascual Castro y Carlos Arturo Céspedes, procedentes de Villarreal y Pastoreo, sus respectivas haciendas. Ambos querían bailar con Teresa, pero ya José Guillermo los aventajaba con varias horas de ardoroso baile y medio bulto de Ron Caña, elementos avivadores del galanteo, que presagiaba un sorpresivo y cálido romance.
Entrada la noche, José Guillermo se despidió con el ofrecimiento de regalarle a la dueña de casa un Cristo más grande, acorde con los milagros que se veían venir. Después de una semana de asedio amoroso, él y Teresita estaban instalados en Los Alpes, con la absoluta complacencia de los padres de la joven. Enterados sus amigos en Valledupar de esa audaz conquista, algunos intentaron seguir sus pasos. Por eso, al jardín mariangolero llegó también Rafael Escalona, y allí le enfiló las baterías a la agraciada Dilia Castañeda, pero ni con sus mejores versos pudo él acercársele un sólo centímetro a esa prenda.
Tiempo más tarde, así lo exteriorizó en su antológico paseo:
En Mariangola de noche se escucha un grito,
Un grito lejano de la sabana llegó,
Pepe Castro ha dado un Cristo,
Pero el Cristo he sido yo…
Soy el Cristo que por una virgen llora,
Yo les garantizo que será mi perdición,
¡Ay!, en el pueblo e’ Mariangola,
Camino de Fundación.
Ahí viene Pepe se escucha un grito,
Dice la gente: “Ya trajo el Cristo…”.
Años más tarde, ‘Pepe’ llevó desde Bogotá un espléndido Cristo de fabricación italiana, labrado en madera, de metro y medio de altura. La entrega en Mariangola, donde Juana Ochoa, fue todo un acontecimiento. En la notable comitiva, que viajó desde Valledupar, se encontraban monseñor Vicente Roig y Villalba, obispo de la Diócesis, el padre Becerra, Clemente y Efraín Quintero, Jaime Molina, Rafael Suárez, Escalona y la banda Los Picapiedra, entre otros. Entonces Escalona siguió dándole cuerda al canto.
A mis amigos, a mis amigos les he dicho
Que ‘Pepe’ Castro lo que es, es un interesao,
Que compadre tan avispao,
Yo sé por qué ha dado el Cristo.
El chispazo inicial que le encendió el bombillo a Rafael para su composición lo tuvo el pintor Molina en una de sus célebres imitaciones de nuestro venerable obispo, a quien parodiaba en supuestas recomendaciones a las mujeres de Mariangola para que fueran agradecidas con ‘Pepe’ Castro, el benefactor del pueblo, y a este le concedía licencia para seducir cuántas quisiera y pudiera, como justa compensación por su generoso gesto. Con mucha sutileza, esto fue también plasmado por Escalona en su obra ‘El Cristo de Mariangola’:
Pepe Castro cuando pasa pa’ su hacienda
Va donde el Cristo y siempre se pone a rezar,
¡Ay!, que le cuide las terneras
Y se las traiga al corral…
‘Pepe’ siempre ha sido un hombre generoso y desinteresado, pero cuando se trata de unas crinolinas y un brassier se permite algunas concesiones. Sus amigos sabían que la donación del Cristo le permitiría estar cerca de las doncellas del lugar, y Rosalía, su inocente esposa, trataba de justificarlo argumentando que él sólo obedecía a sus principios religiosos. Así nos lo relata Escalona:
Muchos dicen que fue por una muchacha
Que ‘Pepe’ Castro se ha mostrado tan piadoso,
Y Chalía dice: “Lo que pasa
es que ‘Pepe’ es muy religioso”.
Ahí viene ‘Pepe’, se escucha un grito,
Dice la gente: “Ya trajo el Cristo”.
Hoy, octogenario, “Pepe” Castro añora aquellos hermosos tiempos vividos, en que atendiendo cabalmente las sugerencias de Jaime Molina suplantando a monseñor, vio los frutos de su esfuerzo al engendrar en aquel feliz año de 1955 a tres de sus queridos hijos: José Guillermo, el de Elvia; Josefina, la de Rosalía; y Alix, la de Teresa. Su fe y su devoción por el Cristo de Mariangola nunca decayeron, y este aún sigue haciéndole milagros, ya que recientemente pudo decirle adiós a su viudez al contraer segundas nupcias con doña María Mercedes Araújo, su distinguida compañera de muchos años.
Hoy en todo el país se escucha a la gente tarareando el estribillo que canta ‘Poncho’ Zuleta, aunque se perciben algunas diferencias en relación a los versos de la canción original, ya que, como casi siempre ocurre, en el transcurso de los años van surgiendo nuevas estrofas en los ambientes parranderos.
Por Julio Oñate Martínez