Por: Marlon Javier Domínguez
El Evangelio nos muestra a Jesús ordinariamente enfrentado con los escribas y los fariseos, a quienes les reprocha su hipocresía, su dureza de corazón, la falta de misericordia para con el prójimo y el hecho de haberse convertido en unos excelentes “teóricos de la ley” pero unos pésimos practicantes de la misma.
Tal actitud del Maestro podría dar pie a uno que otro discípulo desorientado para pensar que los mandamientos quedaban abolidos y que, en el nuevo orden de las cosas, estaba permitido todo. El Señor sale en defensa de los preceptos de la ley mosáica, a la que “no ha venido a abolir sino a dar plenitud” y, en el discurso de la montaña, deja en claro ciertos puntos fundamentales para todos los que nos decimos sus seguidores. El Cristianismo no es un estilo de vida laxo en el que cada quien se adhiere a lo que le conviene y rechaza lo que considera inconveniente en un determinado momento. Es probable que eso sea para muchos hoy, pero “al principio no fue así”. Echemos un vistazo al evangelio de la Misa que, con toda justicia, puede ser considerado parte de los “estatutos” del Cristianismo, y descubramos en él un par de implicaciones prácticas de lo que significa ser cristiano.
Se dijo a los antiguos: “no matarás”. Jesús extiende este mandato más allá de la muerte física y declara que enojarse y despreciar al prójimo es una especie de asesinato, que hace al asesino reo, ya no de un tribunal humano, sino del tribunal divino. Es más, el Señor hace depender la relación con Dios de la relación con los semejantes: no es posible ser amigo de Dios y enemigo del prójimo; la oración que se realiza desde un corazón orgulloso, disgustado y desinteresado en buscar la reconciliación, no alcanza a Dios.
Por otra parte, Jesús recuerda la prohibición de cometer adulterio, pero al mismo tiempo afirma que no sólo se trata de un acercamiento carnal, sino que puede cometerse adulterio incluso con la mirada o el pensamiento, razón por la cual es preciso estar atentos y vigilantes.
La ley permitía el divorcio en diferentes circunstancias, pero Jesús declara la indisolubilidad del matrimonio: “No debe separar el hombre lo que Dios ha unido”.
Finalmente, la ley de Moisés prohibía los juramentos falsos y obligaba a cumplir lo que se había prometido con juramento. Jesús, por su parte, insta a sus seguidores a que sean personas de una sola palabra, a que la vida y los discursos vayan en la misma dirección, a que su coherencia y seriedad les haga ser dignos de crédito, para que así ya no haya necesidad de juramentos.
Luego de aquél discurso muchos debieron caer “como condorito” y tal vez comenzaron a considerar la posibilidad de dejar de seguir al Maestro. Tal vez sea esto mismo lo que esté causando la mengua de discípulos de Jesús en el tercer milenio, o quizás sea el hecho de que el Cristianismo es presentado por muchos como un simple paliativo para soportar la vida y no como sentido y razón última de vivir. Pensemos.
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