La batalla por la Presidencia (el pacífico enfrentamiento democrático, por contraste con la guerra en Ucrania o, de manera selectiva y dolorosa en los territorios rurales y lejanos de Colombia) está entrando en una dinámica de calenturas y escalofríos. Cuando se pensaba que la Semana Santa iba a ser bálsamo, después de agitados días de debate político y periodístico sobre la reciente operación militar en contra de las disidencias en Putumayo, que habría cobrado inocentes víctimas civiles, y que congelaría el debate electoral, han saltado en pedazos las premisas y los datos acumulados desde la controvertida elección al Congreso y de las consultas de las coaliciones de candidatos al primer cargo de la Nación.
Y para sorpresa, el más opcionado y experimentado de los candidatos en las lides parlamentarias, el senador Gustavo Petro, terminó en el centro de la discusión pública, en un escándalo de alto riesgo político, cuyas consecuencias solo se podrán conocer en los próximos días, dadas las especulaciones sobre el curso y posición de las campañas. El candidato, un opositor al establecimiento que sostiene la corrupción, justificó y contextualizó una visita de su hermano al pabellón de La Picota, en Bogotá. ¡Y para qué fue eso!
Pero no puede haber perdón social cuando no ha existido condena social. Como se sabe, la sociedad no solo no condena a los corruptos (que rara vez van a la cárcel, y cuando van casi siempre se debe a una delación por la mala repartición del botín), sino que los enaltece, los agasaja, e incluso los envidia, en medio de la reivindicación de sus actos, y de sus fortunas asociadas, como hazañas dignas de imitar, más en nuestra región Caribe. Solo hay que ver lo que pasa en Valledu-par, donde la corrupción llegó tarde, pero llegó hambrienta en busca del tiempo perdido.
Sí. Los corruptos solo van a la cárcel por traiciones, o, en números insignificantes, denuncias de lobos solitarios del periodismo, o la política, como antaño hacía Petro en sus debates en el Congreso. Entonces, siendo la lucha contra la corrupción motivo de la campaña y del hastío popular, no era perdón sino condena social contra los corruptos lo que tenía que proponer.
“Jamás subestimemos la estupidez humana” afir-ma el escritor Yuval Noah Harari. Diríamos que ella es gemela del exceso de confianza y que Gustavo Petro buscó sin necesidad, el camino más tormentoso, como lo hizo Juan Manuel Santos, cuando convocó a un plebiscito de los acuerdos de paz sin que lo exigiese la Constitución.
La infalibilidad de los hermanos Petro podría estar destruyendo la posibilidad de ganar las elecciones y ofrecer un gobierno de alternación.
La del que quiere ser alcalde de Cajicá, con su excursión a la cárcel La Picota en busca de apoyo de políticos condenados por corrupción, reiterada en la entrevista de televisión digital que desde un hospital dio a Vicky Dávila.
La del que quiere ser presidente, cuando, en lugar de apartarse de las actividades autodestructivas de su hermano, lo justificó, expresando que Iván Moreno, uno de los maleantes presos por el robo a Bogotá, “está en un proceso interesante desde el punto de vista personal (…) pero lo que él nos ha sugerido es ser constructor de algo que yo he propuesto que se llama el perdón social”.
De ahí en adelante llueve y no escampa, y empiezan a perderse las cosas. A menos que, contrario a lo que sucede con las estirpes condenadas a cien años de soledad, de aquí a las elecciones de mayo, tenga una segunda oportunidad sobre la tie-rra. Y que los adversarios, poderosos en el esta-blecimiento político y económico tradicional, más unidos que siempre, con ‘Fico’ Gutiérrez, o los marginados candidatos de centro, como Sergio Fa-jardo, le den respiro.