Tintura de boldo y extracto de genciana le habían recomendado para atajar ese vómito amargo y del color de la orina de los bueyes. Pese a sus años de salud plena, estaba aquejado por ese regurgitar de cualquier momento, y ese día, iba desde su roza hacia el pueblo de los frondosos higuitos donde esperaba encontrar el remedio para ese repetido mal de bascas.
Con las primeras horas de la tarde salió a horcajadas de un asno de buena alzada, con una oreja caída por la quebradura de un cartílago porque lo había mordido otro garañón, en algún retozo amorero, con las hembras que en soltura libre pastaban por aquellos descampados. Según su cálculo, esperaba llegar un poco más tarde del anochecer, pero no después que su prima, Josefita Peralta, corriera las trancas de la casa. Eso explicaba el acoso que le hacía a su rucio, estirándole con pellizcos los pelos del anca.
A sus 56 abriles era nombrado en toda la comarca porque era un cajero de mucho brío, preferido en las parrandas por los acordeoneros, y porque nunca en su vida había profanado el uso de sus pies con calzado alguno. Sus pisadas quebrantaban las espinas de las tunas y trituraban los bruscales y bejuqueras secas del suelo, con estrépito de animal grande. Por eso era indiferente a los guijarros de las sabanas, al lodo de las ciénagas, a las lajas de los cerros y a la escarcha de los páramos. Una historia había rodado en esa ocasión en que monteó por las sabanas de Cotoprix y fue mordido por una cascabel, pues según los comentarios que corrieron, la sierpe tuvo la pésima suerte de salir desdentada porque las dos jeringas de sus colmillos quedaron prendidas en la coraza rucha de su talón.
La caja sobre la cual Pedro Batata ejercía su maestría era fama que había recibido los conjuros de un mama nevadino. Tallada en un tronco de volador, el parche estaba sujeto por tiras de piel de res como tensores, reforzada por clavijas de madera para que el temple le diera una resonancia apropiada. El cuero era de cabra de color prieto y secado al sol con manteca de babilla, lo que le daba la textura para los retumbos de trueno.
La verdad era que en su oficio de cajero, cuando su vida se hizo trashumante de pueblo en pueblo, al golpear la membrana de su instrumento, el eco volaba por leguas en los claros de la llanura y entre los espacios de la floresta, estremeciendo los nidos de oropéndola que como cojones de toro colgaban de las ramas más altas de algarrobos y garceros, teniendo la extraña magia de ahogar con su repique bullanguero el bramido de los vientos y los rugidos de las crecientes de los ríos.
Después las ondas extraviadas llegaban a los callejones oscuros de los vallenatos, y se hundían por la fisura de las puertas, hasta meterse en los oídos dormidos de la gente: “Anoche hubo toque en Badillo y estuvo Batata a la caja”, era el comentario con los sorbos del café mañanero.
LICOR ESPIRITOSO
Ya estaba en la cercanía del pueblo de los higuitos de tupidas ramazones, a orillas del río Ranchería, cuando percibió los resoplidos temerosos de su montura que ahora trataba de hacer su paso más tardo, con la oreja sana, atenta y erguida como una penca de sábila. No fue mucho lo que esperó para ver una claridad viva y azulosa a un tiro de piedra, sobre un costado del camino por donde hacía su paso. Pero dentro de aquél fuego parecido a una llamarada de alcohol, también se dejaba oír un palmoteo y los gritos jubilosos de una fiesta en plena ebullición. Al acercarse más, vio un par de mujeres jóvenes que salían a su encuentro, y sin reacción ninguna suya, dejó que tomaran el ronzal de su montura y lo condujeran al centro del jolgorio. Todo era maravilloso como los cuentos de las hadas madrinas. Los rostros de allí eran de mujeres hermosas que lo miraban con expresiva simpatía. Vagamente le llegaba la explicación que alguna de las presentes le daba sobre aquella reunión, pero sus ideas eran descoordinadas ahora en un piélago de confusión.
Se sentía asediado de miradas pícaras y risitas maliciosas, que le hicieron sentirse incómodo. Ahora, el grato olor de esencias desconocidas perturbaban su olfato en medio de colgaduras de papel de colores y una vitrola con bocina de cobre pulido donde se concentraba el brillo de esa luz intensa de las luminarias milagrosas. Alguna de aquellas beldades le trajo una copa rebosada de vino con ligero sabor a hierbabuena. Se daba cuenta que su voluntad se había desgajado de su espíritu, dejándolo al garete libre de los hechos. No supo cuándo se sentó a reír porque le quitaron el sombrero para colgarlo en un perchero de asas largas. Más luego, se concentraron las burlas en él, sirviéndole un pedazo de pudín, y hasta alguna se quitó su collar y se lo colgó al cuello en medio de una risa total. Después… el mundo se le fue yendo despacito hasta cuando todo le quedó turbio como un enorme borrón.
Lo despertó el sol del día siguiente cuando ya estaba alto. Sentía que daba vueltas en un torbellino sin fin, pero poco a poco fue tomando conciencia de su propia existencia. El mundo maravilloso de la noche anterior había desaparecido. Su burro estaba allí, riéndose sin risa, pues le había sacado un boquete a sus belfos, dejando sus dientes al desnudo, en una carcajada muda y eterna; a su lado estaba la copa en que bebió del licor espiritoso, sólo que ahora, por arte de las malas artes, era una bacinilla esmaltada con cicatrices negras que aún contenía residuos de meados; su sombrerito de paja, hecho tiras estaba en guinda de las ramas de un cruceto; del pudín servido, había residuos en la comisura de sus labios en pasta de boñiga fresca; y lucía del cuello como collar una sarta de cagajones secos.
Su caso le dio la seguridad de que las brujas existían y, por las muestras de sus mofas, hasta había bebido, al parecer, de sus orines.
El suceso que procuró mantenerlo oculto, se supo aún en los pueblos más apartados por el correo de las mismas brujas, con la credulidad de unos, la duda de otros y la risotada de todos.
CEFERINO MALAVITA
Varios meses más tarde, Pedro Batata, el cajero que vivió una noche de hechizo, supo, por la suerte que le leyeron en los rastros de borra de un pocillo de café, que todo había sido planeado por unos amigos del pueblo de los higuitos de tupidas ramazones, en alianza con algunas amigas volantonas, para reírse de los ridículos trances cuando lo convirtieron en un muñeco de trapo.
No se resignó a ser la burla de las hechiceras. Armó viaje hacia las tierras de los picos nevados, para aprender del mama Malavita, los sortilegios para un desquite. Fue cuando se comentó que Pedro Batata estaba aprendiendo “porquerías” donde ese mama que le había hecho rezos a su caja.
El indio Ceferino Malavita vivía en un aterido bohío de Chendúkua, por cuyo costado corría el torrente del río Guatapurí, brumoso y gélido. Era el botánico, hechicero y sacerdote más asombroso de todas las tribus de la Nevada, que tenía la virtud de curar a distancia cuando le hacía invocaciones a Kakaserankua, el dios primitivo de la luz, hijo de los siete mares y de los siete rayos del sol. Se le atribuía, además, el prodigio de convertirse en insecto, pez, ave o animal de sangre caliente. Ahora se convertía en una mariposa de élitros ruidosos en el crucifijo abollonado de un pájaro en vuelo, en el palpitante renacuajo en el fondo de los charcos o en el tigre de manchas con pupilas que encendían la noche.
Su presencia a cambios de forma era para hacer el acecho a quienes profanaban los ocultos adoratorios en lagunas y sitios remotos, donde en tinajas y múcuras de barro estaban enterrados los secretos de los antiguos más antiguos, desde los tiempos hundidos en el pasado del mundo cuando había dos lunas en el firmamento y elásticos eran los huesos de los hombres.
Para los tiempos de esta historia, vivía en Atánquez, aldea nevadina, don Agustín Montero, a quien el presbítero Bernardino, oriundo de los reinos de España, lo había tomado en protección, adiestrándole el pulso para dibujar letras de escribano. Luego, mientras fue creciendo, comenzó a sacar sonsonetes de un acordeón y a destilar en un alambique que sepultaba para las ocasiones en que algún amigo le mandaba razones, bajo el amparo del secreto, cuando la comisión de Resguardo de Estancos se disponía hacer batidas y requisas.
Esas dos habilidades, sumadas a su espíritu de andanzas, le habían hecho contrabandista de aguardiente de caña y de mazos de tabaco que llevaba por las mil sendas de la serranía, en cuyos pueblos tuvo hijos en varias mujeres que le hacían la vida llevadera en ese trajín de viajes, ventas y cambalaches.
Por eso, cuando hacía su llegada a un pueblo, sus amigos proveían las parejas para el baile y el bastimento para las sopas, pues Agustín traía consigo la música de su acordeón y las pipas de ron blanco con lo cual estaba hecha una parranda duradera. Por varios años transcurrió su vida así contrabandeando por los cruces de los contrafuertes cordilleranos, en caminitos retorcidos, por tierra de arhuacos y koguis, hasta alcanzar los puertos de Dibulla, Palomino y Riohacha, más allá de los ventisqueros helados, a orillas de un mar tibio.
Su vestido entero de dril blanco y su corbata negra, la pausada expresión de sus palabras y su versación en hechura de memoriales en papel sellado, le habrían franqueado los portales de buen nombre como hombre cultivado. Además, se sabía el Código de Delitos, el Código Civil y los Reglamentos de Policía, lo que le daba la apostura de un juez cuando sus paisanos sometían a su recto criterio la conciliación de sus pleitos.
Con ese amaño por las ciencias del foro, en representación de un amigo a quien le habían raptado una hermana de 40 años, escribió el libelo de la denuncia. Una comisión de dos gendarmes subió a Chemesquemena, un pobladito acurrucado en la garganta del río. Allí vivía el galán de nuestra historia con la feliz sabina del rapto. Lo trajeron a los calabozos de El Mamón, donde quedó apresado. No faltó quien abogara a favor del reo con argumentos que iban desde la edad jamona de la víctima hasta la entrega voluntaria de ella y de una mula de su propiedad, para que sobre sus lomos se la llevaran en fuga hacia un refugio metido entre los peladeros de los cerros nebulosos.
Pero tampoco dormían los parientes del detenido, quienes apelaron a las razones de lo milagroso. Subieron hasta el bohío del mama Malavita para que intercediera con su sabiduría oculta en la magia de sus pagamentos, hasta lograr la liberación de ese Donjuán de doncellas marchitas. Por eso el mama “pangó” en las lagunas de Atinaboba caracoles carne de rey, y tumas rojas de las lomas de Surivaca, donde sus deidades ancestrales torcían los destinos de la gente.
El juez de la causa, abrumado por las intrigas y buenos oficios de don Eloy Quintero Baute, amigo del acusado, terminó por ordenar su liberación. Río Guatapurí arriba, bordeando su orilla, el beneficiado de la libertad concedida, subió por allí desechando su paso por Atánquez, porque allí tenía casa Agustín Montero. Dos días después llegó a su patio de Chemesquemena para sorpresa y alegría de toda la parentela.
El mama Ceferino Malavita, el indio brujo, había cumplido. Pronto se organizó el ruedo con los carrizos del baile del chicote, y entre los versos de las mentes calientes de ron y regocijo, había uno que decía: “Pangando, pangando/Malavita en el cerro Silimín/que más vale su pagamento/que las leyes de Agustín”.
Pero, ahora, se trataba de un desafío entre músicos de acordeón. Todo había comenzado porque don Agustín Montero envió aquel recado escrito que llevaron de pueblo en pueblo hasta las manos de los destinatarios. Por eso Eusebio Zequeira y dos amigos más atendieron esa invitación para medirse en un duelo de notas con Abrahan Maestre y el propio Agustín. Aquél viernes hacían el último tramo para llegar a ese pueblo atrapado entre lometas que semejaban gibas de camellos dormidos. Ya era conocida la muenda que esos dos atanqueros le dieron a Francisco el Hombre, tres años antes, y que por eso querían medir la habilidad de sus dedos con ellos.
AQUELLA NOCHE
Caída la tarde llegaron a la aldehuela de caña y barro, apeñuscada en barrancos con una complicada ecuación de equilibrio. Esa noche un olor de rebaño llenaba la sala de la casa de Pascualita, plantada sobre el espinazo blanquecino de un montículo, sitio escogido para la lid de merengues y puyas.
Allí debía ser el sitio de la porfía musical y estaban dispuestos numerosos taburetes de cuero, recogidos entre las casas vecinas, para comodidad de los asistentes. Cuando se llenó de gente, el ambiente se recargó de humo de tabaco y del vaho recalentado de sudores que golpeaba las narices con olores de manteca rancia. Varias lamparitas de petróleo se esforzaban por esparcir una luz siempre agónica que alcanzaba en un último esfuerzo de iluminación los rincones de la estancia donde había tres barricas de ron blanco para que cada persona se sirviera al cálculo de su albedrío.
Afuera caía una garúa lánguida; los colores de las cosas se habían arropado de un gris ceniza y las siluetas de los filos más lejanos eran ya retoques de estampas dibujadas con humo. El viento de cordillera mantenía su imperio de frío rasante.
Agustín Montero ya había hecho su presentación y murmuraba su mal genio por algún descompás del cajero, pues aún no había llegado Batata, su acompañante habitual. Ni siquiera había respondido el recado que se le había mandado con alguien para que de su boca se lo repitiera en el cercado del mama Malavita. El recadero regresó sin respuesta después de hacer su recorrido entre breñas raquíticas y rocas desoladas por donde vuela el cóndor, por los parajes de Chendúkua, confin de la última Kankurúa en los dominios del mama milagroso.
Por eso Agustín no estaba de buen humor aquella noche. En algún instante, por su celo en que la percusión de la caja correspondiera a los cambios de melodía que se sucedían en una pieza musical, dio disimulados puntapiés con la frentera del zapato en la pierna de un desprevenido cajero de nombre Matías, hasta cuando éste acosado por ese golpeteo que reprochaba su descuido, en un súbito encorajinamiento dejó caer el instrumento que prensaban sus rodillas en protesta de él por la protesta de aquél.
Fue cuando don Rafael García, para salvar el naufragio de la parranda, corrió hasta su casa para traer unas polainas abollonadas y, con ellas, amparar las canillas del quejoso. Los versos que siguieron fueron así: “Por no dar el son al cuero/ con ira don Agustín/da puntazos al cajero/ con la punta del botín. Para dar fin a esa vaina/volando Rafael García/de prisa trajo polainas/pa’ las patas de Matías”.
Más tarde, cuando era noche alta y había cambiado el sitio de las estrellas en el mapa del cielo, llegó Batata, el afamado cajero que todos esperaban. Pequeño, de tez oscurecida, ojos vivos y móviles como simio temeroso, y una chivera encanecida que le daba la apariencia de un rey Baltazar de los pesebres.
Se vino con el trote de sus píes, con el sol de los venados a su espalda, cuando puso en claro las últimas recomendaciones que el mama le previno. Sabía ya por revelación de éste que entre los llegados estaban dos de aquellos que fraguaron la burla con las aliadas de Satanás, la noche en que fue convertido en un monigote, y por eso subió y bajó cuestas, saltando sobre las piedras de las cañadas, en un desesperado deseo de llegar antes de la medianoche, momento propicio para suplicar los favores de las potencias ocultas que esperaban las invocaciones del hechizo.
Ahora el turno era de don Abraham. Empapado de sudor, cerró los ojos repasando sus dedos en la hilera de botones para concentrarse en el tono preciso. Batata desanudó la punta de un pañuelo, sacó una moneda de centavo y le hizo un extraño signo con el dedo pulgar. De súbito se dio inicio a la puya llamada ‘La Culebra Cascabel’, y Batata, con la caja ajustada en sus entrepiernas, comenzó a dar repetidos azotes al cuero con la palma de sus manos y con los dedos, en una sucesión de golpes profundos unos y secos otros, como una galopera de equinos espantados.
Un silencio expectante había. Los oídos sorbían cada combinación de sonidos salidos de los fuelles del acordeón, de la guacharaca restregada con una costilla de vaca y el ‘tan tan’ de la caja en sus repiques que alteraban las pulsaciones de los presentes.
Don Abraham mantenía una digitación vertiginosa sobre los botones que emitían un caudal de armonías como música convulsionada. De pronto Batata paró en seco el batir de su parche, y alzando la voz para que los presentes se impusieran de lo que iba a decir, dijo: “Siga tocando señor Maestre, no interrumpa. Tengo que hacer una necesidad”.
Dicho esto, se quitó el sombrero de paja que llevaba, poniéndolo sobre la caja y, entonces, las alas de aquél siguieron con retumbos a la melodía que salía del acordeón, mientras él, Pedro Batata, en la culata de la casa desocupaba la llenura de su vejiga con los ojos cubiertos de lágrimas.
Los forasteros salieron sin despedirse y emprendieron camino a esa hora, dejando sus bestias de montar en los potreros de Juanchomanta. No esperaron razón de lo que vieron. Se precipitaron barranco abajo buscando el camino de Valledupar. Un rato después, pasaban las aguas del rio Chiskuinya sin sentir el corrientazo helado que subió por sus piernas. Pronto un dolor les atenazó la garganta y las voces se fueron muriendo sin llegar a los labios.
Cuando las siemprevivas abrieron su beso de sangre, ya el único médico del Valle, el doctor Pupo, se ocupaba de aquellos hombres que habían llevado a su consultorio con extraños síntomas de alguna alteración desconocida, pues uno hacía graznidos de patico barraquete, otro hacía ruidos vocingleros de cotorra, y el restante hacía gorgoritos de turpial.
El galeno sólo atinó a recetar ampolletas de guayacolato, cucharadas de infundia de gallina y cataplasmas calientes de sebo, recomendando además un exorcismo para que unas gotas de agua bendecida desvanecieran el terror congelado en los ojos de esos rebuscones de parrandas que casaban apuestas en duelos de acordeones en las aldeas de la Provincia.
Alguien tuvo que esperar a que el padre Jofre de Badajoz terminara de destazar sobre su sotana tendida en el suelo un marrano para las longanizas y morcillas de su dieta. Luego tomó el hisopo, el amito y el solideo, disponiéndose a atender el requerimiento de la purificación para sacar los malos espíritus que habían tomado posesión de aquellos hombres. Su voz hecha un murmullo, comenzó la oración:
“Exorcizo te inmundissime spiritus, adjuro te serpens…”
Para siempre quedó, entonces, bien clara la escondida sabiduría del mama Ceferino Malavita quien poseía una mínima parte de la vieja sapiencia, porque en todos los tiempos había estado dispuesto que más allá del orden natural de las cosas de éste mundo, existían los misterios que dejaron los antiguos más antiguos para dominar el rumbo de los huracanes, la intensidad de la lluvia, la furia de los incendios, la ciencia de los males y el destino de los hombres.
Casa de campo Las Trinitarias. Minakalúa (La Mina), territorio de la Sierra Nevada. Diciembre 3 de 2020.
Por Rodolfo Ortega Montero.