Semana tras semana vemos las mismas imágenes repetidas en rostros diferentes flotando por la nebulosa de las redes sociales. Un intento de atraco en el sistema de transporte público, algo que sale mal por un cálculo fallido del agresor y la tromba enfurecida que se vuelve contra él. Lo demás son solo segundos de ira pura, de furia contenida que revientan con violencia frente a las lentes prestas de los usuarios. Entonces todo es caos e impunidad, un delito individual que se frustra cometiendo otro en masa, es la justicia del tumulto. Una rara especie de coraje esporádico y contagioso, alimentado de las experiencias pasadas de víctimas de robos que en nombre de alguna ley universal inexistente quieren devolver el orden al sistema.
Que esta semana la policía haya revelado la alarmante cifra de 600 linchamientos evitados, tiene una doble forma de interpretarse. Por un lado, bravo por la policía que contra todo pronóstico parece cumplir con sus funciones constitucionales, mientras que por el otro, preocupa en enorme medida que ese número se dispare hasta el techo si se le agregan aquellos que no lograron detenerse a tiempo y los que definitivamente nunca se reportaron. La impotencia es el motor fundamental de esta alarmante realidad que todos los días parece coger fuerza gracias a los gestos de aprobación en los videos que se dan a conocer a la opinión pública.
¿Pero exactamente cómo palpita el corazón de un linchamiento? La cosa inicia con la frustración de un sistema punitivo en crisis que no resiste una desilusión más. Cuando las fuerzas del estado que administran justicia hacen cortocircuito y no logran transmitir la sensación de seguridad que la gente demanda, es cuando se desarrollan los mecanismos naturales de auto preservación que llevan a cientos a hacer lo que ellos ven que las autoridades no hacen por ellos. No basta con que el director de la policía salga en todas las pantallas a pedirle a la ciudadanía que se porte bien, es mandatorio que su entidad haga sentir su peso y dé a entender con hechos contundentes y velocidad de respuesta que estará allí.
Como una fiebre, la proliferación de este tipo de acciones, a pesar de ser ilegales e injustificables frente a la lógica constitucional que rige nuestra sociedad, son síntomas útiles que nos hacen entender que algo no marcha como debería. Una contingencia de la que se puede rescatar resultados útiles que nos permitan entender que los números y los fríos datos que tanto aman mostrar las autoridades como indicadores de seguridad, tienen que ir acompañados del respaldo del público para que tengan la legitimidad suficiente que requieren.
Los linchamientos no pasan de ser una enfermedad que debe ser erradicada del transporte público colombiano, pero como cualquier vacuna es analizando la misma enfermedad donde lograremos localizar la cura que nos permita inocularnos contra esta patología que de momento parece estar convirtiéndose en una epidemia contagiosa.
Obiter Dictum: Tal parece que la reelección presidencial les parece mala a todos, menos para quien quiere ser reelegido.
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