Con insistencia se han reiterado, en éste generoso espacio, las preocupaciones relacionadas con el proceso de destrucción de las instituciones, que se vive en Colombia a raíz del contenido del acuerdo Santos-Timochenko.
Todas las advertencias han caído en el vacío, porque de lo que se trataba era de firmar, a toda costa, para que el papel rubricado pasara a la historia.
Ese propósito sigue inspirando a los promotores y arquitectos de dicho documento, toda vez que la marcha interminable hacia la destrucción de la arquitectura constitucional y legal continúa dejando huellas de desestabilización en el camino.
El agobio de las noticias diarias, malas casi todas, no puede hacernos olvidar lo que ha pasado hasta el momento.
Tengamos presente que la mesa de La Habana funcionó como una constituyente de hecho, con cuyas deliberaciones nacieron decisiones que tocan todos los aspectos de la vida colombiana.
Bajo el cuento de que se evacuaba una agenda limitada, el gobierno llegó a entendimientos con las Farc sobre los temas de la vida nacional.
Posteriormente, y en búsqueda de santificar los desafueros con la bendición del pueblo, se convocó un plebiscito, por cuanto se creía que el poder sería suficiente para lograr la victoria del Sí.
Sin embargo, el No obtuvo la votación mayoritaria el dos de octubre del año anterior.
Hasta ese día le llegó al gobierno su impulso democrático.
Como la mayoría de los colombianos rechazaron el esperpento, el Presidente decidió no volver a correr el riesgo. Para ese efecto firmó de nuevo con Timochenko lo mismo con algunas modificaciones, pues tenía que llegar a Oslo a recibir el Nobel con el trofeo completo.
No solamente desconoció el pronunciamiento del soberano, que es la fuente de todos los poderes públicos, si no que puso a los parlamentarios enmermelados dizque a refrendar lo que había hecho.
Lo más grave de ese paso es que los parlamentarios lo hicieron sin tener la competencia, ni la facultad, para obrar en tal sentido.
Y en ese momento apareció la Corte Constitucional para decir, en mala forma, que dicha potestad existía, sin que la carta fundamental la hubiera establecido. Resolvieron legislar, óigase bien, legislar, a posteriori, con el fin de absolverlos por los pecados cometidos.
Después de semejantes barbaridades, resolvieron decirle a Colombia que el tantas veces mencionado acuerdo tenía categoría de obligación internacional para el Estado colombiano, porque lo entregaron en Berna y en las Naciones Unidas.
Como si lo anterior fuera poco, metieron todo eso en la Constitución Nacional, no sin antes advertirle a los colombianos que tamaña obra no puede ser tocada por nadie en los tres próximos períodos presidenciales.
Resolvieron los dos, Santos y Timochenko, derogar con su firma la soberanía popular, es decir, acabar con el corazón del sistema democrático. Nada ha importado.
Todo lo han hecho bajo la protección de la idea mentirosa de la paz, habida cuenta de que no fue eso lo que se negoció.
Han actuado con un mandato inexistente y no han reconocido límite alguno en su tarea desinstitucionalizadora. Una parte central de la estrategia, es lo relacionado con la justicia.
Se inventaron un aparato nuevo, destrozando los principios que existen para garantizarle al ciudadano seguridad jurídica, cuya verdadera intención, como se ha dicho tantas veces, es distinta a la vigencia del principio de justicia imparcial y objetiva. Los hechos demuestran hacia donde van las cosas. Basta mirar la lista de los escogidos, recientemente, para integrar las instancias de la JEP.
Si se pretende convertir a algunos opinadores políticos militantes contra la oposición democrática en magistrados, cuando la justicia requiere una operación de alta cirugía, ¿qué puede pensarse?
Pues que se dio otro paso hacia la desinstitucionalización.
Por Carlos Holmes Trujillo