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¿Para qué la ley?

Vale la pena recordarle a este gobierno que, desde antes de ser elegido, Colombia se ha definido como un estado social de derecho por vía constitucional. Precisamente la carta magna de 1991 le agregó la palabra “social”, ya que antes éramos un estado de derecho y san se acabó. Veamos lo que esto implica y el cambio en qué consistió.

Al declararse un estado derecho, dicho estado reconoce que su estructura, funcionarios, sus ejecuciones, están sometidas a la ley. Esto es muy importante, porque antes, desde tiempos de los tiranos y hasta del absolutismo monárquico, quienes lideraban los estados parecían estar por encima de las normas; incluso en algunos casos, ellos eran las normas.

Al proclamarse la Constitución Política de 1991, Colombia dio un paso trascendental, desde su propia concepción: somos un estado social de derecho. Eso implica que no sólo la estructura estatal reconoce que está sometida a la ley, sino que además, por principio constitucional, se tiene la obligación de defender los derechos de los ciudadanos y su calidad de vida. Eso es lo que Colombia es desde la redacción del artículo 1º de la carta.

Así las cosas, desde el nacimiento de la república y a pesar de los cambios constitucionales, Colombia se ha erigido como un estado que está sometido al imperio de las leyes y ahora, desde hace 32 años, está en la obligación de velar por el bienestar de su gente. Sin embargo, parece ser que a este gobierno el tema no le gusta o no lo entiende o simplemente, se hace el pendejo. Estamos a un mes de las elecciones regionales, en las que se presagian derrotas fuertes del petrismo en varias zonas del país, ciudades como Bogotá y Medellín parecen virar hacia la derecha -¡menos mal!- mientras que Barranquilla seguirá en manos de los Char y Cali está comprometida -increíble que el ‘Chontico’ tenga opciones reales de ser alcalde siendo esta la ciudad peor manejada por la izquierda guerrillera-. Pero bueno, todo indica que no le va a ir bien al gobierno en las elecciones del domingo 29 de octubre. ¡Amén!

Los gobernantes no pueden interferir en política, las marchas que se han organizado para apoyar al gobierno Petro son una clara violación de la ley. El estado, en manos del petrismo, ha destinado millonarios recursos producto de los impuestos que todos pagamos, para movilizar indígenas desde lugares apartados de la geografía nacional hasta la capital de la república, todo para mostrar una falsa realidad: que estamos con las reformas del guerrillero.

Estas marchas, provocadoras, ilegales e incluso ilegítimas nos cuentan un dineral y pretenden afectar los resultados de las elecciones y la intención de voto de los colombianos. Es obvio que los indígenas quieran a Petro, que les ha prometido “el oro y el moro” además de tierras y más recursos, que los delincuentes lo apoyen también es de esperarse porque es que son lo mismo; pero muchos, millones, no estamos con este cambio. Cambio disfrazado de hamponería, de ilicitud, de corrupción. Hasta el mismo presidente le rogó a su hijo Nicolás para que no cantara las canciones que sabía acerca de los miles de entuertos de la campaña del presidencial del Pacto Histórico.
A Petro se le olvidó, al igual que cuando fue justamente sancionado por la Procuraduría General de la Nación y separado de la alcaldía, que las decisiones de las autoridades se respetan y que nadie está por encima de la ley. Muchas veces lo escuché en sus debates de control político como senador cuando del Presidente Uribe decía lo mismo, por eso le exigía públicamente la renuncia. ¿Se le olvidó? ¿O estará pasando por una de sus acostumbradas trabas?

El país nacional en su mayoría está al revés, descuadernado, sin norte, desesperanzado, inmerso en el caos y la desilusión de muchos, que producto de su ingenuidad y en algunos casos de su ignorancia, votaron por el cambio. Las cárceles se movilizaron mayoritariamente en favor de Petro, lo afirmó recientemente y con datos concretos Juan Fernando Petro, y ahora al resto nos toca tragarnos el sapo.

Ya queda una semana menos de gobierno, ¡a aguantar!

Por Jorge Eduardo Ávila

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