Cuando no hay justicia se abre la puerta para la reincidencia, para que se repita el delito. Se estimula el crimen y se pone en peligro a los demás ciudadanos, inocentes e inermes, que confiaron en el Estado su cuidado y protección. La impunidad, la ausencia de sanción efectiva por parte de Estado a quienes delinquen, no es solo ausencia de justicia, es también el abono del crimen futuro y un partero de nuevas violencias.
El sentido común y su experiencia en la calle le demuestran al ciudadano de a pie la importancia fundamental de que haya justicia. Por eso mismo, los violentos y los criminales y sus aparatos, ideólogos y simpatizantes, los bombardean sin cesar con información y con discursos dirigidos a justificar la violencia. Ese es el propósito de los conceptos de la violencia como partera de la historia o de la de sus causas objetivas o estructurales, por ejemplo.
Algo similar, aunque de manera más nebulosa, más ambigua, ocurre con la impunidad. Esa impunidad se construye primero sobre la narrativa de que la violencia tenía una explicación como la única respuesta posible frente a un régimen oprobioso, despótico y violento (“nos están matando”, “el Estado es genocida”) y el tratamiento preferencial para quienes alegan motivaciones políticas para matar (el delito político).
Después viene la excusa de “la paz”, aunque los hechos demuestran que la impunidad para los violentos no solo rompe con el Estado de derecho y el imperio de la ley sino que no disminuye la violencia y, peor, la perpetúa.
En Colombia, una y otra vez se ha premiado a los violentos que alegan motivaciones políticas con impunidad. Con Santos dieron un paso más y a esos criminales se les entregaron beneficios jurídicos, políticos y económicos que no tienen los ciudadanos honestos, pacíficos y que jamás han delinquido. Con Petro estamos llegando al sumun. Con el pretexto de la “paz total”, la impunidad es el premio ya no solo para quienes asesinan tras una máscara ideológica sino para cualquier criminal que haya decidido asociarse con otro para ser más eficaz en el delito. De las guerrillas, incluso las que traicionaron a Santos, hasta el más puro mafioso.
Mientras se nombran “facilitadores” y se libera a asesinos como el hijo de la ‘Gata’, la Fuerza Pública no opera contra los violentos, incumple sus obligaciones constitucionales y legales, prevarica a pesar de las advertencias del Fiscal. Y lentamente, pero sin pausa, nos vamos sumergiendo en un pantano de pequeños caguancitos a lo largo y ancho del país, un marasmo, donde los violentos y la Fuerza Pública no se enfrentan, pero el ciudadano de a pie queda a merced del criminal.
Por Rafael Nieto Loaiza