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País de extremos

Colombia es un país de extremos. Nada nos cuesta exigir la pena de muerte para un criminal y al día siguiente celebrar, con bombos y platillos, la bellaquería de otro. Nos polarizamos con facilidad porque creemos tener la verdad absoluta, no resistimos que se nos lleve la contraria, queremos que el otro sea otro yo, pero cuando alguien exige equidad y respeto sale a relucir nuestro complejo de superioridad. Lo veo en los semáforos, en las noticias, en la política, en las aulas de clase, en todas partes.

Sí, cargamos en nuestro inconsciente colectivo sentimientos de altivez y arrogancia que se traducen en una confianza exagerada que luego, ante el fracaso, se convierte en impotencia y frustración. Un buen ejemplo de esto es el fútbol. Cuando la Selección Colombia gana dos partidos consecutivos nos creemos los campeones del mundo, creemos estar viendo al Brazil de Pelé y Tostao. Solo es que los muchachos pierdan un partido “fácil” para despotricar, buscar culpables y pedir cabezas en bandejas de plata.

Tal vez esta montaña rusa emocional se deba a nuestra religiosidad natural. Aunque en la última década nos ufanemos diciendo que somos un país laico, entendiendo laico como la superación casi que el aborrecimiento de lo religioso, en la realidad continuamos creyendo en dioses y profetas que con solo una palabra pueden solucionar nuestros problemas, que bajan del cielo cada cuatro años a mostrarnos su poder y su amor para que le sigamos dando poder y que luego, ascienden entre trompas y aclamaciones para nunca más tener que ver con los problemas de los simples mortales. Además, se nos ha hecho creer en un séquito de ángeles caídos, demonios que nos acechan y de los cuales solo los dioses pueden salvarnos. Por otra parte, se nos han dado libros sagrados que contienen todo lo que necesitamos para darle sentido a nuestra vida y que pueden mantener la estabilidad, el orden y la armonía social.

Somos un país de extremos y por eso corremos el riesgo de convertirnos en aquello que tanto aborrecemos porque al ver la barba de nuestro hermano arder no ponemos la nuestra remojar, sino que atizamos el fuego y nos dejamos llevar de nuestra propia irracionalidad.

Fue justo lo que sucedió en el primer recorrido público de Timochenko como candidato presidencial en Quindío: mientras en Armenia fue sometido al escarnio público y a la violencia en La Tebaida fue recibido con ovaciones, como un grande.

Los relatos de los crímenes de las Farc son espeluznantes: niñas violadas, secuestrados que, luego de pagar el rescate, más nunca regresaron a sus casas, atentados e incursiones militares sangrientas que dejaron también víctimas civiles, reclutamiento de menores, narcotráfico, extorsiones a tutiplén. ¿Cómo olvidarnos de Bojayá, de los diputados del Valle y de las minas antipersonas regadas por todo el país? Es cierto, pero soy de los que cree firmemente que la violencia no es el camino correcto. Sería rebajarnos al mismo nivel de los violentos, de los irracionales. Sería perder aquello que nos hace distintos y quizá superiores, nuestra propia humanidad.

En su libro “Cómo construir sociedades. Diez cosas que no nos dicen sobre la paz y la guerra”, Oscar Guardiola Rivera propone cambiar la guerra real por una guerra ritual, es decir, cambiar las armas por mecanismos de participación ciudadana y las balas por votos. El campo de batalla debe ser el debate político y es en las urnas donde los colombianos debemos demostrar nuestro descontento, no solo con las Farc sino con los dioses del Olimpo político que pretenden eternizarse en el poder. No es cuestión de izquierda o derecha. La solución de nuestros problemas está en la humanización y en que seamos racionales al momento de elegir a nuestros gobernantes.

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Carlos Liñan Pitre: