“Un día, estaba Jesús orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: maestro, enséñanos a orar”. Ante esta petición, el maestro enseñó a sus discípulos la oración del Padre Nuestro, modelo de toda oración y oración por excelencia, plegaria de un hijo a su padre enseñada por el Hijo del Padre y, como apuntó Tertuliano, epítome de todo el Evangelio. Esta oración, cuyo autor es el mismo Dios, contiene en sí todo lo que necesitamos y deseamos incluso sin saberlo. Recordemos las palabras que la conforman y meditemos en ellas, de tal manera que al ser pronunciadas por nuestros labios no sólo sean el sonido producido por el aire al hacer vibrar nuestras cuerdas bucales, sino el suspiro del alma que desea fundirse con su hacedor.
Cuando oramos no nos dirigimos a un desconocido, ni a una fuerza o energía impersonal, nos dirigimos a quien un día nos sacó de la nada, a quien “admirablemente nos creó y más admirablemente nos redimió”, a quien de simples creaturas nos transformó en hijos y por eso lo llamamos: Padre. No se trata aquí en realidad de una palabra reverente y formal, sino más bien del susurro confiado de un pequeño a su papá. En efecto, la palabra hebrea “abbá” debería ser traducida más bien como “papi, papá, apá”. Hay total confianza y total cariño, total dependencia, admiración, respeto: Papá, así llamamos a Dios.
Pero no decimos “mi padre mío”, como si se tratara de una propiedad personal, ni como si la relación con el Todopoderoso fuera una cuestión netamente individual. Dios es Padre de todos y, naturalmente, existe entre sus hijos un lazo fraternal imposible de romper. Los hermanos siempre son hermanos. Por eso decimos “Padre nuestro” y, aunque no lo pensemos, cuando pronunciamos esta oración, no lo hacemos como individuos sino como comunidad. Todo está en plural. Somos la familia de Dios que ora y oramos por toda la familia de Dios. “Padre nuestro”, decimos.
Somos seres imperfectos que tienden y que aspiran a la perfección y nuestro corazón estará inquieto hasta no alcanzar el objeto de nuestro deseo. Deseamos la felicidad, la plenitud, la dicha, la alegría, deseamos – lo queramos admitir o no – a Dios. “Que estás en el cielo”, continúa Jesús. Y con ello no significa un lugar geográfico.
En efecto, el cielo no está aquí ni allí, ni allá, ni arriba, ni abajo. El cielo es la plenitud de nuestras ansias y mucho más, es la perfección, el nirvana, la imperturbabilidad, la dicha, la iluminación, el paraíso. Cuando decimos “Padre nuestro, que estás en el cielo” no mencionamos la locación en la que habita nuestro Dios, sino que afirmamos que nuestro Dios es la plenitud de todo, la perfección misma, Aquél sobre quien no puede ser pensado un ser superior.
Dios está en todas partes y, por tanto, cualquier parte puede ser el cielo.