Confieso que no sigo tradiciones religiosas, me aparto de lo esotérico, soy abstemio, pero respeto a quiénes transitan por los caminos de la fe y reconozco sus méritos y condiciones personales; este es un mundo imbuido por una fuerte tradición religiosa de la cual es difícil escapar.
Eso sí, tengo claro que las virtudes no reposan sobre los credos sino sobre los comportamientos, actitudes y vida de las personas. La de Pablo Salas Antelliz es ejemplar; su vocación no surgió tan temprano pues su bachillerato lo realizó no en un seminario, como se estila, sino en el colegio Loperena; solo a los 27 años se ordenó como sacerdote y 23 años después fue ungido obispo, un ascenso vertiginoso. Su gran guía espiritual fue el padre Rafael Daza. Después de su paso fugaz por las diócesis de El Espinal y Armenia, hoy regenta una de las 14 arquidiócesis de Colombia, la de Barranquilla, con jurisdicción sobre las diócesis de Valledupar, Riohacha, Santa Marta y El Banco, en la cual cumplió cinco años.
La pregunta obligada es ¿cómo se asciende en la jerarquía de la Iglesia Católica? Este mecanismo no es de dominio público, pero les aseguro que no es por hacer milagros ni comprando votos; supongo que el compromiso sacerdotal, la formación académica, la humildad y el buen ejemplo, inciden en los criterios de selección. A nivel de cardenales es probable que afecten aspectos extramisionales; lo que he observado es que casi siempre los cardenales que ha tenido el país tienen algún pariente que es general de la república o algún senador o ascendencia familiar con capacidad de influir. La responsabilidad de escoger obispos la tiene el Papa sobre ternas que el Nuncio Apostólico le envía previa elaboración por los obispos regionales. Debido al origen social de Pablo, habría que descartar influencias exógenas y afirmar que su ascenso se debe a sus condiciones personales. Y no estará lejos el día en que tengamos un cardenal decidiendo por un nuevo papa o como candidato para regir los destinos del cristianismo. A sus 65 años sus posibilidades son inmensas.
Por primera vez, si la historia no me falla, surge un obispo de la diócesis de Valledupar, cuyas raíces paternas se encuentran en la población de El Plan, municipio de La Jagua del Pilar, desde donde se ve la vela del Marquesote que rauda salta del cerro Pintado, recorriendo la llanura con notas de acordeón.
Pablo Salas proviene de una dinastía musical, estirpe de acordeonistas, compositores, trovadores y parranderos, pero prefirió los caminos de la meditación trascendente apartándose del “mundanal ruido”. Su padre Melquiades fue un gran repentista en diez palabras; Simón Salas fue uno de los arquitectos de la música vallenata, quién mucho temía a las brujas del riachuelo misterioso que pasaba por la finca de Luis Araujo, el padre de ‘Toño’ Salas, quién con Emiliano Zuleta, Rafael Salas y muchos otros parientes que hoy son dinásticos, hacen parte de esta historia familiar. Nadie, jamás, se habría atrevido a imaginar que de esta gesta de poetas campesinos surgiera un alto prelado. Me gusta recapitular sobre estos valores, ya muy escasos, para poder ubicar en un sitial de honor a quienes han construido una historia musical con proyección mística.
Provengo de esa región y conozco su tradición y por eso, cuando a Pablo lo designaron obispo lo destaqué escribiendo una columna titulada: “Marquesote tiene obispo”, sin sospechar que este ciclo no había concluido. Yo también siento que mi familia tiene obispo. No soy amigo del arzobispo Salas, pero me ubico dentro de su pasado, las verdes sabanas con guayaba agria de El Plan hacen parte de mis recuerdos, igual que las del Peralejo donde quedó “enganchado” el sombrero de Simón; cuando niño recorrí muchos de los caminos que sus abuelos abrieron; Sara Baquero Salas, Eunemia, Dolores y Edmunda Salas, no me son extrañas; además, están pinceladas en las canciones de Simón y Escalona.