¿Cuál es el interés de la izquierda en hacer ratificar, como sea, el acuerdo de Escazú, a pesar de sus evidentes inconveniencias para el desarrollo y la soberanía jurídica del país, como lo ha manifestado reiteradamente el Consejo Gremial Nacional?
En principio, hace parte de su estrategia populista de recoger “causas justas”, pues el “Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y la Justicia en Asuntos Ambientales en A.L.C.”, firmado en 2018 en Escazú, Costa Rica, es “ambiental”, apellido que lo hace intocable, aunque no compartirlo no nos convierte en enemigos del planeta, como no compartir el fariano no nos convertía en enemigos de la paz.
Escazú es una adaptación del Convenio de Aarhus, ciudad danesa donde se firmó, en 1998, un documento similar para Europa. De hecho, la única diferencia sustancial es que el europeo no tiene el componente sobre “Defensores de derechos humanos en asuntos ambientales”, porque allá no hay narcotráfico que los asesine a diario.
Para Iván Cepeda, su defensor en el Senado, el Acuerdo ayudaría a “entender por qué hay oposición de las comunidades a esos proyectos -de infraestructura o energéticos- y por qué se persigue a sus líderes y miembros de organizaciones de protección de la naturaleza”, insinuando taimadamente que los asesinatos tienen origen oficial o en las empresas petroleras y mineras, mientras se hace el ciego frente a la violencia narcotraficante de sus compinches y combate furiosamente la fumigación con glifosato.
La siembra de coca, su procesamiento y la minería ilegal son la principal causa de la deforestación y la contaminación de los ríos, pero “…Escazú no contiene disposiciones que contribuyan a contrarrestar las economías ilegales (…), ni a las organizaciones criminales que las controlan y que ejercen control territorial y violencia contra la población”, como señala un análisis del Instituto de Ciencia Política, Hernán Echavarría Olózaga (2020).
El análisis concluye que los asuntos del Acuerdo “…ya cuentan con marco normativo suficiente, completo y garantista para los derechos humanos, para el acceso a la información, la participación y la justicia ambientales”. Y es cierto; si nomás la tutela, la consulta previa y la jurisdicción constitucional han bloqueado importantes proyectos de infraestructura y desarrollo energético, con Escazú serían imposibles.
Adicionalmente, el Acuerdo representaría “una cesión de competencias soberanas en materia de acceso y administración de justicia, sin que existan claros límites a las jurisdicciones internacionales para conocer y resolver controversias sobre asuntos ambientales…”. En efecto, el Acuerdo activaría, en estos temas, a la CIDH y, con competencia preferente, a ¡la Corte Internacional de Justicia!, la misma que falló a favor del sátrapa nicaragüense y nos arrebató una gran tajada de mar territorial.
Para el progresismo, obsesionado con “democratizar” la tierra, Escazú sería también una herramienta adicional a la extinción de dominio por incumplimiento de la función ecológica, para arrebatarle a sus legítimos propietarios la que consideran “improductiva”, con la dedicada a ganadería en primer lugar.
Se preguntarán entonces, ¿por qué en Europa sí y en Latinoamérica no?, ¿por qué no en Colombia? No ha sido fácil la aplicación de Aarhus, bajo la presión de un continente industrializado y sometido a las necesidades energéticas invernales, y en nuestro caso, además de los argumentos planteados, la razón es “tamaño elefante”, aunque la izquierda y otros sectores se hagan los ciegos.
Con la indiferencia de Europa y a veces con su complicidad, Colombia completa 70 años de violencia rural, ayer por la revolución armada comunista y hoy por el narcotráfico que deforesta, degrada el ambiente, asesina y corrompe. Frente a eso, no hay Escazú que valga.
Por José Félix Lafaurie Rivera