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Obituario: Armando Becerra Morón, 1930-2024

El padre Becerra, un lector incansable.

Corría el año de 1945. Dos jóvenes seminaristas, hambrientos, pues se comía muy mal en aquellos años postrimeros de la Segunda Guerra Mundial, cuando los países padecían el desabastecimiento de víveres como consecuencia del conflicto, hicieron un asalto nocturno a un palo de mango que había en el antiguo Claustro de San Agustín, en Cartagena de Indias. Uno de ellos era el seminarista Armando Napoleón Becerra Morón. Delatados por el olor a mango en los talegos de la ropa sucia, ambos fueron llevados a la rectoría del seminario. Sometidos a consejo disciplinario por la falta cometida, se anticipaba la sanción: expulsión definitiva.

El padre Lenesaux, director espiritual del seminarista Becerra, quien tenía voz, pero no voto en el consejo disciplinario, le dijo: “No creo que pueda hacer mucho por ti, pero tú encomiéndate a esta santita”, y le alargó una medalla de Santa Teresa del Niño Jesús. Sucedió por aquellos días, que el obispo don Vicente Roig y Villalba, había anunciado visita al Seminario Conciliar San Carlos Borromeo, para visitar a los seminaristas nativos que se formaban para el Vicariato Apostólico de La Guajira. A Lenesaux se le ocurrió decir a los padres presentes: “¿No les parece vergonzoso, que el señor Vicario Apostólico venga a honrarnos con su presencia, y el agasajo que le hacemos es la expulsión de uno de sus seminaristas?”. Y con este argumento, al seminarista Becerra le concedieron el indulto mientras que el otro fue expulsado, tal era la severa disciplina que antes había en los seminarios.

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Recordó el joven Becerra que, ya en su casa sandiegana, sobre la plaza que ahora lleva el nombre de su padre, Francisco Becerra Arzuaga, estaba colgada desde antes de su nacimiento una lámina de Santa Teresa, que su madre   -Rosa Morón Canales- había comprado para pedir, por la intercesión de esta santa, que la criatura que presagiaba complicaciones de parto, naciera sana y salva, como en efecto ocurrió un lejano 7 de septiembre de 1930. Surgió entonces una enardecida devoción de gratitud del padre Becerra, a la que llamó siempre el Ángel de su Sacerdocio”. En el juego providencial de las predestinaciones, había querido el Buen Dios que ya desde el vientre materno, Armando Becerra Morón tuviera el patrocinio de Teresa de Lisieaux, la monja carmelita que a sus 24 años entregó su espíritu diciendo: “Quiero pasar mi Cielo haciendo el bien sobre la tierra”.

Padre Becerra recién ordenado en 1954.

Para resaltar este carisma sacerdotal -ahora que no hay peligro de herir su natural modestia-, quiero mencionar tres cualidades de la personalidad de nuestro muy querido del Padre Becerra. En primer lugar, su don de gentes. Sirvió en Atánquez, San Juan del Cesar, Villanueva, Valledupar, y en su natal San Diego, como ministro del Altar, pero también como amigo cordial que igual preguntaba a los campesinos por la cosecha, como atendía sin intereses ocultos a los potentados, siempre con la sonrisa sincera, la anécdota jocosa y su espontaneidad de hombre caribeño. Administrador de la gracia sacramental, no se limitó sólo a la predicación de la Palabra, sino que dio ejemplo de buen samaritano, siempre que ayudó a educar a varones de buenas costumbres allí donde era enviado como párroco, así como las numerosas vocaciones que impulsó. Quedan para la constancia el padre Said Durán (presbítero en Dallas-EUA), cuya vocación promovió el padre Becerra, así como Tomás Cuadrado, Julio Vergara, Francisco Martínez, y el servicial Arnoldo Mojica, destacado entre los hijos adoptivos que crió.

En segundo lugar, su aquilatada estatura intelectual. Insigne predicador de las virtudes de María, orador elocuente y de ingenio audaz: en la fe cotidiana, devoto de San Francisco, San Antonio y San Diego; en teología, contemplativo de San Agustín; en espiritualidad, ardiente enamorado de la doctrina de Teresa, que supo contener en la sencillez de su enseñanza las profundidades de la misericordia divina, en la que tantos teólogos de academia se extraviaron: “Hubiera querido amar a Dios sobre todas las cosas sin haber podido lograrlo, y aun así me queda el consuelo de haber experimentado mayor alegría en medio de mis sufrimientos, que lo que el Señor me tiene reservado en la vida futura, a no ser que por un milagro, el Señor me permita conservar en el Cielo, las esperanzas que tuve de amarlo en la tierra” (Cfr. Historia de un alma). Y además, gran latinista, que discurría en latín como en su lengua nativa, vestigio de una cultura de la cual -hay que decirlo- adolecen tantos sacerdotes de nuestro tiempo, signados también por la vanidad, la avaricia, la ingratitud y el olvido.

Y en tercer lugar, ¿qué decir de su auténtico compromiso con la verdad y la justicia? Pocos saben -y es bueno que lo sepan los docentes de la región- que el Padre Becerra fue un dirigente cívico destacado, reconocido por su lucha en favor del Magisterio, y que su gestión dio como resultado la creación de la Asociación de Educadores del Cesar-ADUCESAR, de la cual fue su primer presidente, y con la cual sentó las bases para que los profesores del Cesar se mantuvieran en pie de lucha frente a las aberraciones del modelo neoliberal, siempre en detrimento de la calidad de la educación.

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Al despedir al Padre Becerra -como cariñosamente lo llamaban en toda la comarca vallenata-, queda la gratitud del afecto y la veneración de su memoria, tras una vida extensa en años y en buenas obras. Deja una estela imborrable de luz en tantos que lo conocimos y tratamos y recibimos su enseñanza, dirección, apoyo, amistad, fraternidad, paternidad y consejo, a lo largo de más de sesenta años de ministerio sacerdotal, en los que dio ejemplo de identidad con nuestros valores raizales más nobles. Y para que nuestra acción de gracias a Dios por haberlo hecho parte de nuestra historia sea más digna de él, gracias por enseñarnos a amar a la Virgen, para que sobreviva la fe cuando Cristo vuelva sobre la tierra, y por su bondad merezcamos las alegrías del Cielo. Muy amado Padre Becerra, el buen Dios lo lleve a la gloria de los patriarcas. Amén.

Por: Armando Arzuaga Murgas

Investigador de historia regional

Categories: Cultura
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