Hoy quiero contarte una historia, bueno corrijo, solo es parte de esa historia que todavía se sigue escribiendo con tinta de oro en el papiro de la vida.
Este joven, del que te hablo, procede de un pueblito pequeño y grande a la vez, donde la gente ama el campo y el fútbol, aman el “verbo, la palabra” y la cerveza, aman tanto el arroz como la carne, aman la música y el baile. Allí en aquel terruño la gente se cuadra en una esquina a hablar por horas como si el tiempo se detuviera y ellos todos fascinados rinden culto al “verbo, a la palabra”, extasiados contando historias, anécdotas y chistes de todo tipo, especialmente de las vivencias del día a día de cada uno de sus habitantes.
En vacaciones este joven se iba a Valledupar a casa de su tío, hombre trabajador y generoso. Cuando él tenía 14 años y se preparaba para empezar una etapa nueva en su vida, en el mes de diciembre del año 2000, su tío lo puso a trabajar en una carretilla de frutas para vender por las calles. Estaba ubicado en pleno centro de Valledupar, con ese dinero ayudaba a su madre y a sus tres hermanas. También sacaba algo para comprar la ropa que estrenaría en ese diciembre.
Un día mientras iba gritando por toda la carrera novena en Valledupar, exactamente al frente de Deportivo Beckenbauer, una buseta grande de esas que la gente llamaban “recoge locos”, le golpeó la carretilla en el borde y las frutas cayeron al suelo junto con él. El momento fue de pánico, pero a la vez esperanzador porque los carros se detuvieron y muchas personas le ayudaron a recoger las frutas, le tendieron la mano y pudo continuar con su día de trabajo de aquel inolvidable 23 de diciembre del año 2000.
El llanto fue inevitable por tremendo susto y por la situación difícil de recoger cada fruta en el suelo. Pero la sonrisa brotó espontánea de sus labios, cuando en medio de todo, le dijo a la gente: “Muchas gracias por su ayuda. En verdad más se perdió en Armero, estoy bien. Dios los bendiga”. Ese joven no se amilanó ante las dificultades, sino que se hizo más fuerte y siguió adelante. Porque así es la vida, en ella se ríe, se sufre, se canta, se pierde, se gana, se discute, se ama, se escribe, se borra, se empieza y se termina, se baila baila y goza goza… ese joven soy yo, Juan Carlos Mendoza, hoy sacerdote para gloria de Dios y para el bien de la humanidad.
Ese fue mi último diciembre como vendedor de frutas, porque el 20 de enero del 2001 empecé a estudiar en el Colegio Pablo VI de Valledupar y en las Pruebas Icfes del año 2002 obtuve con la ayuda de Dios, el primer ‘Andrés Bello’ de dicha Institución. Renuncié a esa Beca para seguir mis estudios hacia el sacerdocio y ese gran día llegó, después de doce años de formación, el 4 de noviembre del 2012, cuando fui ordenado presbítero de la Iglesia Católica.
Han pasado los años, hoy escribo estas páginas para agradecer a mi tío, a Judith Vásquez mi madre, viuda, trabajadora y a mis hermanas Johana, María Leticia y Viviana, porque a su lado aprendí a ser un luchador, a no darme por vencido jamás, a saber que Dios está siempre conmigo. Cada vez que puedo voy a visitar a mi tío y también a mis colegas carretilleros vendedores de frutas. Mi tío se llama Siberio y mi pueblo es Badillo, histórica y ancestral región al norte de Valledupar. Simplemente con este relato quiero decir: “Nunca perdamos nuestra esencia, nunca olvidemos nuestro origen, la humildad y sencillez nos hace grandes”.
Este soy yo, o mejor este es una parte de mi vida y así quiero vivir hasta el último de mis días, siendo un luchador, con errores, miles de defectos y también virtudes quiero seguir siendo lo que soy: Juan Carlos Mendoza, el cura que en Cristo ríe, sufre, cuenta historias, baila baila y goza goza.
Por Juan Carlos Mendoza