Llegué a Estambul a las 2:30 am. Mehmet, el conductor, estacionó su desgastada camioneta frente al hotel y arrastré mi maleta hasta la recepción donde un uzbeco dormía la siesta de la madrugada. Lo desperté con un carraspeo, se sentó derecho, me pasó unos papeles para diligenciar mis datos y me preguntó de dónde era.
Colombia, le dije. ¡Ah! ¡Café con aroma de mujer!, exclamó, y de repente entonó una versión algo desafinada de la canción de Gaviota que casi despierta al primer piso. A esa hora y en ese lugar, eso era lo último que me esperaba.
Días después, Alisher me contaría que la novela fue un éxito en Uzbekistán cuando era niño y que la transmitían justo a la hora de la cena, momento en el que toda su familia (y casi que el país) se sentaba a verla. De ahí extrajo la imagen que perdura en su cabeza sobre una Colombia llena de sembradíos de café, en la que el amor se bebe taza tras taza. Un concepto que perduró en varias generaciones, pues según él la han repetido en más de cinco ocasiones por sus buenos índices de audiencia.
Llegué a Goreme, en la región de Cappadocia, a las 6:30 am. La policía turística me asignó un taxista para llevarme hasta mi hotel, que en realidad era una cueva con ventanas, a no muchas cuadras de la terminal de buses. Mientras el hombre sorteaba las irregularidades del terreno en una carrera a campo traviesa me preguntó de donde era.
Colombia, le dije. ¡Ah! ¡Kokain!, exclamó, y al ver que no había entendido una palabra de su turco atravesado, me miró por el retrovisor, se puso un dedo en la nariz y aspiró con fuerza mientras se reía.
Mi cara de desagrado fue automática, la misma que se entiende en todos los idiomas y no necesita mayores traducciones. Tras 10 horas en bus, una broma de esas era lo último que quería encontrar. El taxista notó mi incomodidad y tratando de remediarlo todo dijo, ¡Oh! Es lo que muestran los media. Escobar, patrón del mal.
Fingí una evidente sonrisa de hipocresía y no volvimos a hablar hasta que unos metros adelante llegamos a mi destino.
En esos minutos de silencio, el contraste entre los encuentros con Alisher y el taxista me permitieron evidenciar la influencia real de las novelas sobre la percepción de nuestro país en el imaginario del mundo. Populares en todas las naciones, las novelas son el mecanismo más rápido de absorción de usos y costumbres de una cultura foránea, pues leer a García Márquez no es algo que hagan muchos, ni siquiera aquí, y ver los partidos de James no arroja más datos sobre Colombia que su nacionalidad.
Las producciones que exportamos son, sin saberlo, nuestros verdaderos embajadores ante los ojos del planeta, con ellas tenemos la habilidad de forjar lo que queremos que piensen de nosotros afuera. Quizás entendiendo esto, los canales privados dimensionen por fin la responsabilidad social que sus contenidos adquieren con la imagen de Colombia.