“¿Quién puede discernir sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Que las soberbias no se enseñoreen de mí…” Salmos 19,12-13
Existe la tendencia de ocultar nuestras debilidades. Estamos tristes pero ponemos cara de alegría. Deseamos llorar, pero contenemos nuestras lágrimas. Nos sentimos abrumados, pero aparentamos estar en control. Luchamos con la depresión, pero fingimos buen ánimo.
Todos deseamos que nos reconozcan como triunfadores, como personas de éxito. Por esa razón nos resistimos a mostrar nuestra verdadera condición de fragilidad.
En la historia Sagrada, nadie fue utilizado por su fuerza y sus virtudes. Abraham, era un anciano debilucho. José, era un esclavo olvidado en la cárcel. Moisés, era un pastor de ovejas gago. Gedeón, era joven y pobre. David, era un simple pastorcito. Nehemías, era el copero del rey. Jeremías, era inexperto y no sabía hablar. Juan el Bautista, moraba en el desierto. Los Discípulos, eran pescadores y sin letras. Pero, tuvieron una cosa en común: ¡No ocultaron sus errores! No disimularon sus debilidades, no las escondieron ni las justificaron; sino que dependieron de la gracia de Dios para superarlas.
Amados amigos lectores, ¡nadie puede discernir sus propios errores! A pesar de eso, procuramos justificarlos, defendernos y culpar a otros. A diferencia de nosotros, los personajes bíblicos entendían que era imposible tener claridad acerca de sus propios impulsos y deseos. Jeremías el profeta, exclamó que el corazón es lo más engañoso y perverso, nadie lo comprendería.
Por más que procuremos mirar introspectivamente nuestras vidas, no podremos discernir nuestros propios errores; porque la esencia de los errores reside en el engaño. Lo que está oculto no puede ser tratado y posee toda la capacidad de descarrilarnos de nuestro andar. De Ahí la importancia de clamar como el salmista: “¡Líbrame de los errores que me son ocultos!”.
Por otro lado, la más terrible debilidad oculta es la soberbia, el orgullo. Es bien difícil de detectar, porque siempre encuentra una defensa para estar. Ah, claro, poseemos una gran habilidad para detectar el orgullo en otros, pero lo ocultamos en nosotros mismos. San Pablo afirmaba: “Por tanto, el que cree que está firme, tenga cuidado, no sea que caiga”.
La soberbia traerá mucho sufrimiento y dolor a nosotros mismos, a la familia y a los amigos. Mi invitación de hoy es a que seamos sabios para percibir que hay realidades en nuestras vidas que no podemos ver ni controlar y que en ocasiones tienen la capacidad de desequilibrar. No debemos confiar en la evaluación de nuestro propio corazón. Es menester que nos rindamos a Dios y le permitamos que sea Él quien lo examine y traiga luz a todo aquello que está oculto y nos hace infelices.
San Agustín decía: “Cuando el hombre descubre sus debilidades, Dios las cubre; pero cuando el hombre cubre sus debilidades, Dios las descubre”. Juan el Apóstol escribió: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad”.
En consonancia con esto, pidamos a Dios que nos libre de los pecados y errores que nos son ocultos, busquemos que el Señor nos examine y traiga a la luz aquello que está oculto para lograr así la verdadera integridad. Sometámonos a su luz para que se ilumine nuestro caminar y ninguna soberbia se enseñoree de nosotros. Entonces podremos expresar con el salmista: “En tu luz, veo la luz”. Abrazos y muchas bendiciones…