¿Qué son los mandamientos? Lejos de nosotros considerar que se trata de reglas caprichosamente establecidas por quien ostenta la suprema autoridad. Lejos de nosotros pensar en ellos como cargas pesadas que hay que llevar y normas morales que hay que cumplir. Vivir de acuerdo a estas diez palabras no es otra cosa que una respuesta con la vida al amor de nuestro Dios. Lo diré una vez más: nada gana Dios ni de nuestra religiosidad ni de nuestra rectitud. Somos nosotros quienes encontramos beneficio en llevar una vida recta y ajustada a quien es el supremo Bien.
Los mandamientos pueden dividirse en dos grupos: aquellos que se refieren a los deberes del hombre para con Dios y los que hacen referencia a los deberes del hombre para con su prójimo. Hoy nos ocupa el mandato divino que prescribe respetar el nombre de Dios. No nos adentraremos, sin embargo, en la discusión bizantina sobre el nombre de la divinidad.
En nuestra cultura, el nombre es simplemente una convención para identificar objetos, animales o personas. En la cultura hebrea, por su parte, el nombre no sólo identifica algo o alguien, sino que designa de alguna manera el ser profundo de aquello que identifica. Por eso los nombres bíblicos no son producto de la moda ni la copia de los nombres de las celebridades del momento, sino nombres con significado. Es preciso, además, considerar que para la mentalidad bíblica nombrar algo implica ejercer cierto dominio o superioridad sobre aquello que se nombra. Recordemos, por ejemplo, el relato de la Creación: Dios creó al hombre y le dio un nombre, pero delegó en Adán el nombrar a los animales. Dios es superior al hombre y el hombre es superior a las bestias.
El relato bíblico en el que se habla del nombre de Dios es bastante curioso. Moisés, al ser enviado a liberar al pueblo de la esclavitud que vivía en Egipto, pregunta a Dios: “¿Quién es el que me envía? Si ellos me preguntan en nombre de quién voy, ¿Qué debo responder? ¿Cuál es tu nombre?” Dios responde con un enigmático “Yo Soy el que Soy”. No se trata de un nombre, sino más bien de la resistencia a tomar uno. El pueblo no debe pretender dominar a Dios ni nombrarlo a su antojo como hacen los demás pueblos con sus divinidades, porque Dios es Aquél que está por encima de todo y de todos. Es como si Dios le dijera a Moisés: “Yo soy el que está más allá de tu alcance y al que puedes acceder sólo porque vino a ti. Yo soy el ser, la esencia, yo escapo a tu deseo de tenerlo todo bajo control. Yo soy el que soy”.
El segundo mandamiento prohíbe poner a Dios como testigo de cosas falsas o sin importancia. Dios no es un títere al que podemos manejar a nuestro antojo. Dios no puede ser definido ni con una ni con todas las palabras. Dios que, por esencia, está infinitamente lejos de nuestro alcance quiso hacerse accesible tendiendo un puente entre su eternidad y nuestra realidad temporal. “No tomarás el nombre de Dios en vano”.