Por Luis Augusto González Pimienta
Causaban asombro los intempestivos cambios anímicos de Moncada. Pasaba de la euforia al abatimiento y viceversa sin solución de continuidad. Su delirante momento actual hacía suponer una pronta reclusión hospitalaria. Sin duda, los años le estaban pasando cuenta de cobro.
Se le había desatado una incontinencia verbal propia de político en campaña; creía imperativo gritar verdades por dolorosas que fueran y consideraba que podía hacerlo impunemente. Sus desaires eran la comidilla de la cautelosa sociedad. Se desbordaba al menor estímulo y sus peroratas lo hacían insufrible. Los mejores amigos se le habían retirado porque no soportaron su insolencia.
Antes de esto, era un prestigioso profesional de quien se predicaba una vasta cultura humanística. Ameno dentro de su seriedad, en ocasiones asumía un aire distante, contemplativo, con un atrayente halo de misterio.
Había sido preseleccionado junto con algunos otros aspirantes a ingresar a la carrera diplomática y se preparaba para la entrevista de rigor. Previamente había superado con el más alto puntaje la prueba académica, la que calificó de juego de niños. Sumado a ello, contaba con el respaldo de una vieja amistad con el actual ministro, motivo de más para tener el convencimiento de que la embajada que pretendía estaba al alcance de la mano.
Cuando le tocó el turno saludó con cortesía al entrevistador y sus buenos modales marcaron un punto a favor. La pregunta sobre el régimen de facto de un país africano fue el detonante de la explosión sobreviniente. Con demoledor énfasis y sin tomar respiro se expresó en contra del sistema político reinante en aquella nación, y poco le faltó para pedir la pena de muerte para su líder.
El entrevistador tomó atenta nota de la exacerbada respuesta, que fue el soporte para que en su calidad de sicólogo recomendara la exclusión del candidato y su remisión a un especialista para profundizar en lo que calificó de neurosis.
Su amigo el ministro, ese sí diplomático avezado, le dijo que compromisos políticos inaplazables le impedían de momento designarlo en una embajada, pero que lo llamaría en su oportunidad. Moncada lo entendió de inmediato, no sería nunca embajador, había perdido la oportunidad de su vida por irse de la lengua.
Sentado en un mullido sofá le estaba contando estas aflicciones a su confidente y sin asomo de arrepentimiento le endilgaba la culpa de lo sucedido al entrevistador del ministerio. Detuvo el prolongado relato y le preguntó a su interlocutor qué debía hacer: -Callarte, necio-.