Marlon Javier Domínguez
Eran momentos difíciles. Es verdad que Jesús había resucitado, pero también que las tropas romanas y los guardias de los sumos sacerdotes judíos seguían patrullando la ciudad, con ánimos de detener a los seguidores del crucificado.
En una casa, con las puertas cerradas y con el miedo en los ojos se encontraban los discípulos; habían sido testigos de un acontecimiento sin precedentes: Jesús estaba vivo y se les había aparecido en múltiples ocasiones, pero sus corazones permanecían aún en vilo y cada pequeño ruido parecía ser el de una puerta que se abría y por la que habría de entrar una cuadrilla de soldados para llevarlos a prisión. Jesús se aparece nuevamente en medio de ellos y les dice: “no se turbe vuestro corazón ni se acobarde”, pero ¡cómo no acobardarse en tales circunstancias!
Las palabras de Jesús son también dirigidas a nosotros hoy y, lo mismo que los desesperados discípulos, también desde nuestra realidad podríamos pensar en lo absurdo de las mismas: ¿cómo no acobardarme si, por doquier, veo que la vida se me derrumba a pedazos?, ¿cómo es posible no sentir miedo si me carcome la incertidumbre económica?, ¿cómo ser valiente si un ser querido ha muerto y yo siento que con él se me ha ido la vida misma?, ¿de dónde saco fuerzas para mantenerme en pie cuando mi matrimonio se viene al piso?, ¿qué tipo de valentía me sirve si he perdido el trabajo, si mi hijo anda en malos pasos, si una profunda tristeza se cierne sobre mí, si no encuentro salida a mis problemas, si mi cuerpo cada día se consume por una enfermedad? ¿Dónde está ese Dios que me pide ser valiente?
La presencia de Dios, más que su misma existencia, es una cuestión que ha “devanado los sesos” de muchos a lo largo de la historia, algunos se han convertido en místicos, otros en los más grandes agnósticos. Detrás de la belleza y perfección de cuanto nos rodea podemos fácilmente descubrir la sabiduría y el poder de alguien más grande que nosotros, pero ¿cómo descubrir la presencia de ese ser en nuestra cotidianidad, marcada como a veces está por el dolor, el sufrimiento, la violencia, la enfermedad, la muerte y la frustración? ¿Dónde está Dios?
La respuesta a tales interrogantes no se aprende en libros, ni en discursos religiosos por buenos que puedan ser, debe ser fruto de la experiencia: levantar las manos vacías al cielo y, desde el fondo del alma, admitir: “Señor, no te veo, pero sé que existes, mi razón y no la mera tradición así me lo sugiere, mi inteligencia y no una simple proyección infantil de mis miedos me lleva a creer en ti, mi fe en una vida más humana y feliz y no simplemente el deseo de huir de los problemas, me asegura tu existencia. No te merezco, pero te necesito”. No temas, Dios responderá.