Las secuelas físicas y el dolor que ha dejado el covid-19 en nuestras familias o amigos, hizo que un gran porcentaje de la población por fin hayamos entendido que el control de la enfermedad es eminentemente social y que suavizar el alto grado de contagio depende de nosotros mismos, sin menospreciar la atipicidad del comportamiento del virus.
Otros se han quedado en la indisciplina de las prioridades lúdicas, convirtiéndose en sujetos de penalización para las entidades que intentan intervenir la morbilidad de la pandemia.
Hoy exponencialmente los casos están aumentando, por lo que las autoridades sanitarias declararon la alerta roja y tenuemente las civiles endurecieron las restricciones de movilidad y acceso a sitios de afluencia masiva de público. Y aunque las prohibiciones no son tan estrictas, sí van a afectar sensiblemente a algunos sectores de la producción y venta de servicios, ya maltrechos por la crisis que han venido arrastrando las economías familiares, luego de un año de depresión por efectos del covid-19.
Volvemos entonces a la desatendida petición de poner los recursos públicos al servicio de la supervivencia y las necesidades básicas que por estos días van a acentuarse, sencillamente porque una franja muy alta de la población vive del día a día y los confinamientos parciales afectan ostensiblemente la obtención de recursos económicos para solventar sus mínimos gastos.
Es cierto que es tiempo de unirnos y no entrar en discusiones políticas cuyo objetivo sea develar falencias administrativas, las cuales van en contra del sufrido pueblo que ilusionado elige a los que considera buenos hombres y mujeres, otorgándoles el privilegio de dirigir sus destinos. Pero también lo es, que los administradores, óigase bien y que no se les olvide, son mandatarios, depositarios del mandato que les dimos democráticamente en las urnas, para que de mejor forma tomaran las decisiones en nuestro nombre, siempre guiados por el beneficio colectivo.
No entiendo entonces por qué en momentos de dificultades nos limitamos solo a políticas asistencialistas, que si bien es cierto resuelven momentáneamente una necesidad, poco o nada solucionan de fondo la problemática que probado está dejó de ser circunstancial, porque el virus vino para quedarse y nadie ha dicho cuántos picos más de contagio, con los respectivos confinamientos, tendremos que afrontar. Por lo tanto, la solución no son los mercaditos y menos si están cargados de sobrecostos.
Mucho menos serán las faraónicas inversiones que con bombos y platillos ha anunciado el señor gobernador, desconociendo totalmente los mínimos conceptos de planificación, la incertidumbre de las regalías por cierre de minas y la reorientación de recursos propios a la crisis social del covid-19. Solo muestra una extraña devoción por la falsa deidad del cemento.
El cumplimiento de metas e impacto en las comunidades pasó a un segundo plano. De generación de empleo solo habla en mano de obra no calificada, si es que no traen de Cartagena también a los maestros de obra. En fin, gastaremos nuestros recursos en tan bonitas como costosas edificaciones muy mal ubicadas, en contra vía de lo que realmente necesitamos. El espacio de esta columna no da para más, por lo que en otro momento hablaremos de cada gasto individualmente. Lo importante ahora es que concejales, diputados, funcionarios, amigos y familiares de los alcaldes y del gobernador, los asesoren en el sentido de invertir el presupuesto pensando en la gente y las dificultades propias del crítico momento que vivimos y no de espaldas a quienes los llevaron a esos puestos de privilegio. Solo con la amigable ayuda del Estado, limitaremos las riesgosas conductas que potencializan nuestra vulnerabilidad al contagio. Piensen en la gente. Un abrazo.