La Navidad es para muchos, entre los que me encuentro, la mejor época del año. Es la temporada perfecta para compartir en familia, para reencontrase con amigos y personas queridas, es un tiempo perfecto para agradecer y pedir bendiciones adicionales.
Cuando se es niño esperamos ansiosamente la Navidad para disfrutar de las vacaciones de colegio, rezar la Novena de Aguinaldos – ojalá de la Madre María Ignacia, tradición que no podemos dejar perder-, recibir los regalos, comer las delicias típicas de esta época, viajar en caso de poderlo hacer.
En fin, la Navidad emociona, nutre el alma, permite recargar baterías y descansar del ajetreo del día a día que nos consume sin darnos cuenta.
La Navidad puede ser el momento perfecto para hacer un pare, dedicarnos tiempo para hacer balances, recordar las cosas lindas que vivimos y aquellas que no fueron tan bonitas pero que seguro nos dejaron importantes aprendizajes. Recordar que en Navidad llegó el Niño Jesús para salvarnos, para querernos, para darnos esperanza en medio de tantísimas adversidades es clave para aprovechar estos días.
Dios, que nos regaló a su Hijo para redimirnos, ese que nos ama, que nos perdona, que nos cuida, espera de nosotros reflexión, oración y solidaridad con el otro. En estos tiempos encontramos a muchas personas, familias enteras, sufriendo y llenos de necesidades; que esta sea la oportunidad para agradecerle a Dios por la vida, por sus bendiciones y tenderle la mano al prójimo, al solitario, al que necesita de nosotros.
Dios dijo: “Da y se os dará.” También dijo: “Ayúdate que Yo te ayudaré”. Estas afirmaciones emblemáticas para nuestra espiritualidad deben vivirse intensamente durante la Navidad y deben recordarse en cada paso que demos, en cada bocanada de aire fresco que tomemos.
De seguro no todo ha sido bueno en los últimos 12 meses. Desde haber tenido que convivir otro año con la pandemia, hasta sufrir el rechazo, el maltrato y la indiferencia de ciertas personas, pasando por varios dolores causados por diferentes motivos.
Estos no deben ser hechos que nos desvíen de lo verdaderamente importante en la vida: dejar huella en los demás. Pero no cualquier tipo de huella, no. Huellas de amor, de respeto, de buen trato, las huellas que dejan las buenas personas, ese tipo de personas que todos queremos ser.
Cuando sintamos que perdemos el rumbo, que no sabemos de dónde venimos ni para dónde vamos surgen historias maravillosas, testimonios poderosos de personajes como San Martín de Porres, el Padre Pío o el Beato Carlo Acutis. Seguramente hay muchos más, cientos, pero estos son los que se me vienen rápidamente a la memoria.
Los 3 vivieron en épocas muy diferentes, lo que no impidió que sus vidas fueran ejemplo de lucha, de adversidad, de resiliencia, de generosidad, de bondad y de santidad. Su existencia terrenal la entregaron a servir, a proteger al desvalido, a cuidar a los demás.
Y su existencia post mórtem la han entregado para seguir cuidando a la humanidad. Sigamos ese apostolado, que en cada acción de nuestras vidas esté presente ese deseo de favorecer al otro, de trabajar arduamente por un futuro mejor, de ser honestos, de actuar como lo dice en varios acápites nuestro Código Civil: “…Como un buen padre de familia”.
Nadie dice que la vida es fácil. Pero tan cierto como eso es también que de cada uno depende que esta sea feliz o infeliz, sencilla o compleja, tranquila o intranquila. En fin, en cada uno está la decisión de qué camino tomar y de cómo se quiere vivir; de cómo queremos ser recordados cuando termine nuestro paso por este mundo.
Lo importante también es trabajar y hacer todo aquello que esté a nuestro alcance para vivir con intensidad -no a lo loco-, para disfrutar lo disfrutable y para aprender todos los días; si dejamos de aprender estaremos perdidos, seremos una causa perdida.
Feliz Navidad para todos mis lectores, de corazón estaré con ustedes…
Mientras tanto: celebremos los 54 años del departamento del Cesar, sigamos trabajando duro para sacarlo adelante. ¡Larga vida al Cesar!
Al margen: ¿Y a Chile quién podrá defenderlo? Lástima…