Hace unos días revisaba las redes sociales y confirmé algo que venía pensando hace algún tiempo. Valledupar está atravesando un momento penoso y triste que, si no se resuelve, tendrá un impacto a largo plazo en su desarrollo: la ciudad está dejando que sus mejores profesionales se vayan. En una historia de Instagram vi el proceso de viaje de un amigo, gran licenciado en Lengua Castellana e Inglés de la UPC. Como no le salió trabajo en Valledupar le tocó salir en avión a Bogotá desde Riohacha donde estaba trabajando; allá, en la capital guajira se destacó por su trabajo y formación y terminó ganándose una oferta laboral en Brasil.
En las fotos y videos que subió a su perfil hablaba con entusiasmo sobre las expectativas de su nueva oportunidad, pero también comentaba con tristeza su deseo frustrado de no haber conseguido un trabajo con altura en el Valle. Al mismo tiempo comentó la gran cantidad de personas, especialmente jóvenes, que están tramitando pasaportes en la Gobernación: es evidente que la juventud valduparense se quiere ir de la ciudad, ya sea para buscar trabajo o para que no los roben.
La Capital Mundial del Vallenato, famosa por su folclor y sus históricas parrandas con grandes personajes de la idiosincrasia, es una ciudad que está desperdiciando de forma insensible los más grandes profesionales que producen sus claustros educativos más importantes.
“Bruto para el estudio, inteligente para el acordeón”, sentenció en una ocasión Silvestre Dangond para referirse a su coequipero de momento, Juancho de la Espriella, haciendo apología a un fenómeno que ocurre en la ciudad por culpa de su particularidad cultural y folclórica: los jóvenes se interesan más en aprender a tocar un instrumento musical del vallenato, porque saben les traerá más oportunidades laborales que estudiar una carrera técnica o profesional y, los que estudian y se destacan por su calidad académica, naturalmente les toca marcharse a otras ciudades donde se valore más su capacidad laboral como Bogotá, Medellín, Barranquilla o Bucaramanga.
La fuga de cerebros es un fenómeno que afecta a Colombia desde hace décadas. Miles de profesionales y estudiantes recién graduados de gran capacidad (recordemos el caso de Elkin Patarroyo) han optado desde las décadas de los 80 y los 90 por emigrar a otros países donde hay, naturalmente, más opciones laborales y otras condiciones económicas; anteriormente el destino predilecto era Estados Unidos o España, en la actualidad, los colombianos optan por irse a otras partes de Europa como Alemania, Polonia, Italia e incluso están optando por destinos en Suramérica como Chile y Argentina. Curiosamente muchos de esos profesionales que han salido se han destacado en sus respectivos campos, logrando incluso obtener reconocimientos e importantes premios que, lamentablemente, adornan el palmarés de otro país.
Para nadie es un secreto que el Estado históricamente no se ha preocupado por incentivar la creación de empresas a nivel nacional donde se oferte una variada gama de empleos dignos para la emergente masa obrera; mucho menos lo han hecho las entidades territoriales locales como la Gobernación ni la Alcaldía.
En la UPC, donde estudié Derecho, conocí muchos estudiantes que considero eran muy buenos: hablaban inglés, francés, hasta alemán; tenían conocimiento técnico de sus carreras, con excelentes habilidades blandas y comunicativas: profesionales integrales con gran potencial para aportar a la comunidad vallenata. Hoy la mayoría están en Europa o en Bogotá, lugar desde donde escribo esta lejana columna que me llena de nostalgia.
Por: Andrés Cuadro.