Por: José Félix Lafaurie Rivera
Con todo respeto por el informe que presentó la ONG, Human Rights Watch (HRW), creo que no dice nada nuevo. Nada que el gobierno y las instituciones no hubieran reconocido a su manera. Nada que ya no hubiera descrito la Fundación Ideas para la Paz o la comisión de seguimiento de la OEA. Nada que FEDEGÁN no hubiera advertido y confirmado en campo –en todas las regiones y con muy pocas excepciones–. Los hechos recientes de Córdoba, Caquetá o el Magdalena Medio lo confirman. El contubernio entre el narcotráfico, algunos desmovilizados y delincuentes, está a la orden del día. Pero tampoco es nuevo el sesgo político de HRW. Porque no tiene sentido incriminar a todas las instituciones encargadas de reprimir la violencia o descalificar por completo la política de Seguridad Democrática. Eso si no.
Por más de 30 años el hedor del narcotráfico y el crimen organizado ha sido trasversal a los episodios de descomposición social, política y económica en el país. La herencia de este oprobioso y complejo pasado, no la hemos podido rectificar y de nada sirve desconocer que el narcotráfico sigue activando la dolorosa lista de homicidios, masacres, extorsiones y desplazamiento en las zonas metropolitanas, pero especialmente en el campo, escenario preferido para librar sus batallas de control territorial, para imponer sus condiciones y manejar sus actividades ilícitas.
En cuentas gruesas, han sido más de 74.000 miembros de los grupos subversivos y de las BACRIM capturados, desmovilizados o abatidos en los últimos 8 años. En el combate al narcoterrorismo, las cifras oficiales dan cuenta de 202 naves interceptadas y se han hecho efectivas más de 1.000 solicitudes de extradición. En el último año, el área sembrada con cultivos de coca cayó 18% y sólo en lo corrido de 2010, se han destruido 18.503 hectáreas, se han incautado 2 toneladas de pasta y 16 de hoja y se han desactivado 94 laboratorios para el procesamiento de narcóticos. En la ofensiva contra las BACRIM, las capturas suman 7.000, de las cuales más de 1.100 eran desmovilizados. Son cifras elocuentes.
Ahora bien, aunque en el largo peregrinaje por el conflicto armado, maduraron y se pudrieron algunos funcionarios, es absolutamente salido de toda proporción asegurar que el Ejército, la Fiscalía, la Policía o la Dirección de Estupefacientes, fueron completamente permeadas por el narcoterrorismo. No podemos salpicar de fango, por ejemplo, a toda nuestra Fuerza Pública –constituida por 411.028 efectivos que desarrollan anualmente un promedio de 13.178 operaciones tácticas– por un promedio anual de 600 quejas, algunas por episodios de “falsos positivos”.
Que el gobierno no ha hecho nada, es falso. Que ha sido permisivo o que ha cohonestado con este estado de cosas, es una falacia. Más bien nos faltan más recursos financieros y humanos. Con lo cual, la noticia del paulatino desmantelamiento del Plan Colombia, no puede menos que causarnos desasosiego. Tanto como el falso debate sobre el uso de las bases militares por parte de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, para combatir el narcotráfico. ¿Qué nos falta? Un poco más de sindéresis en el reconocimiento de un fenómeno que no es nuevo, pero que de dársele un tratamiento equívoco por intereses políticos, puede afectar la suerte futura del país. Y los primeros que pagamos los platos rotos, somos los miles de compatriotas que desde el campo tozudamente seguimos creyendo que desde allí se puede construir país.