“Yo seré, dice el Señor, un muro de fuego a su alrededor…”: Zacarías 2:5. Había terminado el cautiverio en Babilonia, los judíos retornaban a Jerusalén que estaba en ruinas, sus muros y su templo habían sido destruidos. Los enemigos alrededor eran hostiles y el pequeño grupo estaba indefenso.
Es en medio de esta situación cuando se levanta la voz del profeta Zacarías anunciando una promesa de confianza: ¡Dios sería para ellos como muro de fuego alrededor! Así como los muros se erigían para proteger a los habitantes dentro de las antiguas ciudades; así mismo, Dios se levantaría para proteger a su pueblo.
El muro de fuego nos separará de nuestros enemigos. En su paso por el Mar Rojo, se relata como la nube fue como un muro de separación entre los hijos de Israel y los ejércitos de faraón. Jesús nos enseñó a orar, diciendo: Líbranos del mal. Ahora podemos descansar en la promesa que Dios será para nosotros como muro de fuego defendiéndonos de cualquier ataque sorpresivo.
El muro de fuego nos aísla. Durante su travesía por el desierto, la presencia de Dios como una nube de día y columna de fuego durante la noche, mantenía al pueblo aislado del calor sofocante del día y de las bajas temperaturas de la noche.
El muro de fuego detiene el avance del enemigo contra nosotros. Bloquea el camino y detiene las intenciones de los asaltantes que quieran apoderarse de lo nuestro. Apartará y repelará de nuestra habitación todo aquello que pretenda agredirnos. Establecerá una cerca de protección que será como muro de defensa para nosotros. En su paso por el mar, la misma luz que iluminaba el camino hacia la liberación, para los egipcios eran tinieblas que les bloqueaban el paso.
Amados amigos lectores, regocijémonos hoy porque Dios nos ha prometido que será para nosotros como un muro de fuego alrededor.
Aceptar esta verdad es reconocer que, así como en el campo físico existen muros de contención y protección, también operan así en el mundo espiritual. La única manera de mantenernos activos y protegidos es metiéndonos bajo la nube de su presencia.
Les invito a orar con Catalina de Siena, casi siete siglos atrás: “Oh eterno Dios, inmenso amor. ¿Qué más puedes darme que a ti mismo? Eres el fuego que arde constantemente sin ser consumido jamás. En tu llama abrasadora consumes el egoísmo. Eres el fuego que quita el frío; con tu luz iluminas para que yo pueda conocer toda tu verdad. Abrígame, abrázame con tu ser, verdad eterna, para que pueda vivir esta vida mortal en plena obediencia y con la luz de tu excelsa santidad”. Saludos y un fuerte abrazo en Cristo.