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¡Muera el Imperio, Viva la República!

La Viena de los austriacos es una bella ciudad en un borde del río Danubio y al pie de los Alpes. Los romanos la llamaron Vindobona que en celta equivale a “Villa Blanca”. Carlomagno, el fundador del Sacro Imperio Romano Germánico le cambió el nombre por Ostmark o “marca del Este”. Por ser un punto de frontera aliada del papado, Viena fue lugar de abastecimiento en las guerras de Las Cruzadas cuando la cristiandad quiso recuperar el Santo Sepulcro en Jerusalén, y después apetecida de los turcos para el imperio Otomano. Como cualquier ciudad europea, tiene una larga historia a cuestas.

Monumentos y palacios lo recuerdan: el de Eugenio de Saboya, la iglesia de San Carlos Borromeo, el palacio de Hofburg desde cuyo balcón central Hitler proclamó en un emotivo discurso la anexión de ese, su país, a la Alemania nazi.

En el verano de 2006 visité Viena. Llevado por mis temas americanistas fui a la cripta de los Hasburgo en la Iglesia de los Capuchinos, donde está sepultado Maximiliano de Méjico. También recorrí los pasillos del palacio de Schömbrunn, donde nació ese archiduque, eje de estos renglones que escribo.

Su familia había gobernado por 800 años en los reinos de Europa. En su condición de noble, tercero en la sucesión al trono de Austria, Maximiliano tuvo una formación académica y física rigurosa. Sabía los idiomas húngaro, polaco, inglés, francés, checo, además del alemán que era la lengua de su patria. Prestó servicio en los buques de guerra de Austria, ocasión en que hizo puerto en Portugal. Allí le hizo galanterías a Amalia, la única hija de Pedro I de Brasil y después VI de Portugal.

La amistad con los Braganza fue más allá y Maximiliano cambió argollas de matrimonio con Amalia. Fue la primera desgracia que cayó sobre el archiduque. Su prometida murió tras fuertes fiebres, en un ataque de tuberculosis, en febrero de 1853, antes de que se anunciara el compromiso. Hasta su muerte, él conservó un doloroso recuerdo de ella. Lo atestigua el hecho de encontrarse en un anillo falso, las hebras de un rizo de Amalia, joya que le sacaron de un dedo al archiduque cuando cayó ante las balas del pelotón de fusileros que le quitó la vida en Querétaro, Cerros de las Campanas, doce años después en tierras de Méjico.

Tres años habían pasado desde el fallecimiento de la princesa, cuando Maximiliano concertó otro matrimonio con Carlota, la hija única de Leopoldo I de Bélgica, el monarca más rico y poderoso de Europa por sus colonias en África. Los esposos van a residir en el castillo de Miramar, en Trieste, Italia, donde el archiduque servía como virrey del reino Lombardo-Veneto. Para 1859 los austriacos, en la sangrienta batalla de Solferino con los franceses, pierden esas posesiones. Entonces Maximiliano, desposeído del cargo, hace vida apacible ocupándose en literatura, arte, poesía, filosofía e historia.

Para esa época, Méjico estaba sumido en una guerra civil entre liberales y conservadores. El gobernante del país, Benito Juárez, un indio zapoteca, masón y liberal, quedó victorioso, pero con miles de tumbas y las arcas vacías. Tenía que suspender el pago de la deuda externa.

Vientos de guerra soplaban también en los Estados Unidos de América. Los norteños antiesclavistas, y los del sur que pretendían seguir con la mano de obra sin costo de los negros en sus haciendas de algodón, se batían en un duelo de bayonetas, fusiles y cañones. Era la guerra de Secesión en que dos bandos se tirotearon bajo la batuta de los presidentes de ambos lados: Abraham Lincoln y Jefferson Davis.

Un día unos navíos rebosados de soldados franceses, ingleses y españoles anclan en Veracruz con la amenaza de cobrar por las malas los préstamos incumplidos de Méjico. Juárez da explicaciones que satisfacen a España y a Inglaterra, las que regresan sus buques armados. No así Francia porque su emperador, Napoleón III, vio la ocasión de dar fin al despojo creciente por los yankees de territorios en América con la aplicación de la Doctrina Monroe, ahora entretenidos por una contienda armada en su patio. La creación de un nuevo Imperio vecino que le pusiera talanquera a su expansionismo y poderío le hizo concebir a los franceses la idea de traerse a Maximiliano, un archiduque austriaco y católico, como Emperador de Méjico.

Los franceses desembarcan tropas, y pese a que el 5 de mayo, en Puebla, fueron batidas por los republicanos, se abrieron paso a la capital de los aztecas. En un coche tirado por caballos, Benito Juárez, el Presidente, huye con sus ministros hacia San Juan de Potosí. Desde ese carruaje gobernaría ambulante dirigiendo a su ejército que se disemina en guerrillas por todo el territorio. En la capital, los partidarios del Imperio organizan un gobierno formado por el general Juan Nepomuceno Almonte, Mariano Salas y el arzobispo Pelagio de La Bastidas.

En el castillo de Miramar, frente al mar Adriático, en 1863, vivía Maximiliano, cuando una élite de conservadores y de la curía católica mejicana lo visitaron para ofrecerle la corona del Imperio.

“Novara” se llamaba la fragata que lo trajo a la costa mejicana en 1863. Sería la misma que cuatro años después llevaría su cuerpo embalsamado a Austria. El ejército francés y tropas conservadoras del país mejicano lo reciben entre el júbilo de una refinada capa de notables y la frialdad hostil del pueblo raso.

Ya instalado el Emperador, despacha desde el castillo de Chapultepec. Emprende la construcción de museos y de obras públicas. Llevado por su natural talante liberal, prohíbe el trabajo de los niños, reduce la jornada laboral a diez horas y, en contra de lo esperado, sigue aplicando algunas políticas de Benito Juárez, como la libertad de cultos, y la no devolución de los bienes que éste había confiscado a la Iglesia. Sus partidarios conservadores y el clero se enfrían con él, hasta retirarle todo el entusiasmo.

Mientras tanto la guerra continúa. Las guerrillas juaristas apoyadas por liberales de ilustración enfrentan a las tropas francesas en una resistencia ruda y empecinada. Para colmo de males para el Emperador de Méjico, Napoleón III decide repatriar su ejército ante la amenaza expansionista de Bismarck, gobernante de Prusia. Además, los Estados Unidos finaliza su contienda interior y entra a apoyar a Juárez. Maximiliano se queda sólo, al flote de su suerte.

La emperatriz Carlota se va a Europa a rogar en todos los tronos el apoyo a su esposo acorralado por los juaristas. Napoleón III le da evasivas. El Papa Pío XI la recibe en audiencia, y en tales momentos se evidencia su locura cuando se tira al suelo gritando que querían envenenarla. Sólo toma agua de las fuentes públicas de Roma. Su hermano, el conde de Flandes, la hizo examinar de los facultativos que la declaran demente. Nunca supo del fusilamiento de su esposo.

Fue recluida en un castillo belga, donde 50 años después, aún mantenía conversaciones imaginarias con Maximiliano. Existe la versión de que la locura de ella se debió a que en Méjico recurrió a los servicios de una herbolaria para que le diera fertilidad a su vientre en concebir un heredero de su esposo para la corona del Imperio, pero que la yerbatera, decidida juarista, la conoció a través del velo que ocultaba su rostro y le dio un bebedizo de la seta teyhuanti, que causa locura permanente.

Sitiado en Querétaro el Emperador rinde su espada a los juaristas. El secretario del consejo de guerra que integra un coronel y cuatro capitanes, le lee la fatídica sentencia. La noticia se fue por las líneas del telégrafo para el mundo. Pedidos de clemencia de Víctor Hugo el escritor francés, de José Garibaldi el que unificó el Reino de Italia arrebatándole a los papas los Estados Pontificios, y de otras celebridades llegan.

Benito Juárez se mantiene en sus trece. No puede perdonar la pena de fusilamiento porque Maximiliano en 1865 había expedido el “decreto negro”, que ordenaba la pena capital sin juicio previo para los mejicanos que se alzaran en armas contra el Imperio, y había mandado al patíbulo a miles y miles de combatientes de las montoneras que defendían la República.

Son las tres de la madrugada del 19 de junio de 1867, el archiduque se despierta. Tudos, su sirviente húngaro, lo ayuda a vestir un pantalón negro, chaleco, camisa blanca y una levita larga. Allí, en la capilla del presidio es escuchado en confesión por el canónigo Miguel Soria y Briceño. Oye misa con sus generales Mejía y Miramón, también condenados. Recibe la comunión de rodillas y se tapa el rostro con las manos en actitud orante. Después desayuna con ellos. “Estoy listo”, dijo antes de montar uno de los tres carruajes que esperaban flanqueados por tropas republicanas hacia el Cerro de las Campanas. En el sitio está la mujer del general Miramón que tira del brazo de un niño que llora a gritos.

Siete fusileros para cada uno de los tres condenados forman frente a un tosco muro de adobes que el día anterior levantaron tropas del batallón Cohuila. El archiduque se adelanta y le da unas onzas de oro a los tiradores con el ruego de que no le destrocen la cara para que pueda reconocerlo su madre Sofía de Baviera. El sol está radiante. “Es un buen día para morir”, se le oyó decir. Cómo última gracia había pedido que unos mariachis ejecutaran “La Paloma”, la canción que tanto le gustaba a Carlota, que se hizo popular en los tres años de su imperio, y que para ellos cantaba Conchita Méndez. Sonrió con amargura al recordar que la chusma republicana había cambiado la letra cantando a coro en sus campamentos de guerra: “Si a tu ventana llega un burro flaco, trátalo con desprecio que es un austriaco”, y otra canción de burla que ellos habían inventado titulada “Adiós mamá Carlota”.

Sus últimas palabras fueron en español: “Perdono a todos. Rezo para que también puedan perdonarme, y mi sangre, que está a punto de ser derramada, traiga la paz, ¡Viva Méjico!”.

Con sus manos aparta en dos su barba rubia descubriendo el pecho. Su elevada estatura ahora es más imponente. Está en medio de sus dos generales. El capitán Montemayor mantiene su espada en alto. La deja caer y al rasgar el aire se oye el grito: “Fuego”. Una descarga cerrada se escucha. Los reos caen. El capitán distingue signos de vida en Maximiliano y le ordena al sargento Blanquet cargar otra vez su fusil. Ahora le dispara directo al corazón.

Todas las campanas de Querétaro repican alocadamente. Los soldados hacen una tirotera al aire y gritan: “¡Muera el Imperio, Viva la República!”.

Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, diciembre 18 de 2019.

Por: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN

Categories: Crónica
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