“Por lo cual tuve miedo y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo”. Mateo 25:25
La parábola de los talentos nos narra la historia de un hombre que, antes de partir en un largo viaje, confía sus bienes a tres siervos: al primero le entrega cinco talentos, al segundo dos, y al tercero uno, según la capacidad de cada uno. Al regresar, pide cuentas. Mientras los dos primeros lograron multiplicar lo recibido, el último devolvió únicamente el capital inicial, confesando: “Tuve miedo y lo escondí”.
Este relato revela una verdad profunda: muchas veces el miedo es el mayor obstáculo para prosperar. El siervo no falló por falta de recursos sino porque su percepción del amo lo paralizó. En lugar de motivarlo a actuar con valentía, su temor lo llevó a esconder lo que se le confió, y al final fracasó.
El miedo nos roba la perspectiva y convierte desafíos manejables en barreras insuperables. Nos hace imaginar que cualquier intento resultará en fracaso, llevándonos a no intentarlo siquiera. El siervo tenía más miedo al castigo que a fracasar en el intento de hacer algo útil. Este es un patrón que también vemos hoy, en la vida laboral, tanto en el ámbito público como privado: las personas aceptan responsabilidades impulsadas más por la presión del miedo o la culpa que por una convicción genuina.
Cuando asumimos tareas sin claridad o con motivaciones incorrectas, nuestras acciones reflejan esa falta de propósito desde el principio. Sin una motivación saludable, cualquier proyecto comienza con un pie en falso. La única fuerza verdaderamente capaz de inspirarnos a avanzar de manera firme y sana es la certeza del amor incondicional de Dios.
Debemos actuar desde el amor, no desde el miedo. El amor de Dios nos libera para asumir riesgos, incluso cuando el resultado no está garantizado. No progresamos por el nivel de nuestros logros, sino porque somos sostenidos por la gracia y el cuidado constante de nuestro Padre celestial. Así es como podemos avanzar en nuestros proyectos: con la confianza de que no estamos solos, sino guiados y sostenidos por su amor.
El inicio del ministerio de Jesús ofrece un ejemplo inspirador. Durante su bautismo, antes de realizar su primera obra pública, el cielo se abrió y una voz declaró: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Antes de enfrentar desafíos, traiciones y pruebas, Jesús recibió la afirmación del amor incondicional de su Padre. Nada de lo que sucediera después podría debilitar la certeza de esa relación.
Nosotros también somos amados de esa manera. Al saber que somos amados por Dios, tenemos la libertad de avanzar sin temor. No hay fracaso que pueda separarnos de su amor. Este amor nos impulsa no solo a movernos con confianza, sino también a expresar ese mismo amor incondicional a quienes nos rodean.
La gran verdad es esta: ¡aún si fracasamos, Dios seguirá amándonos! Con esa seguridad en el corazón, no hay motivo para quedarnos paralizados. Cada paso que damos en amor, aun cuando las cosas no salgan como esperamos, es un paso que vale la pena.
¡Ánimo! Caminemos en la certeza de que somos amados profundamente, y llevemos esa verdad a cada rincón de nuestra vida.
Fuerte abrazo y abundantes bendiciones…