Las primitivas onomatopeyas del viento
en la sonrisa de los pájaros
y del sol en el follaje de los ríos
fueron vendimias de mis cuerdas.
Cítara fue mi nombre entre los griegos.
Con los séquitos cantores del imperio
estuve en el descanso del guerrero.
Con las trovas juglarescas
de la España invasora
llegué con mi simetría femenina
y la magia de seis cuerdas
a plantar las semillas de mi canto.
Una muchedumbre de nativos alucinaba
el aire con la urdimbre de sus gaitas.
Ante la soberbia de la espada
el rebelde nativo levanta
una muralla con sus flechas.
Y en divorcio vivieron tres siglos:
La música de mis cuerdas
con la melodía de las gaitas
y lejanas noches de tambores.
El nativo en refugio ofrendaba
sus cantares a los dioses.
Los palmoteos cantaos del tambor
agitaban los palenques.
Y yo segura en las manos de troveros
derramando el lírico perfume
en las huellas luminosas del romance.
Estuve aquella noche de febrero
en el grito de la Independencia Vallenata,
acompañando las coplas libertarias.
Me quedé enamorada
del amarillo fogoso de cañaguates,
del rio con acuarelas de granizos
y de los patios florecidos de parrandas.
Cuando yo reinaba solitaria
la fértil fragancia de versos
colgados en las ventanas;
el soplo del teclado
conquista el corazón de los juglares:
Tamboras y cantares de vaquerías
se hermanan en la trilogía del canto.
Hoy vuelven a mirarme
como la que siempre he sido:
Reveladora de la epopeya mestiza del canto,
de la arquitectura celeste de un trovador.
Y sigo atada a la poesía de los sueños
con la armonía eterna de mis cuerdas
en el Olimpo universal del vallenato.