Se ha definido a la democracia como el gobierno del pueblo y para el pueblo; en sentido estricto este escogería a sus gobernantes libremente y estos responderían a aquel mediante procedimientos fluidos ya en forma directa, ya a través de sus representantes.
Esta relación se llama gobernanza que se ejerce sin pactos mecánicos con sectores parciales sin mediar una patológica orgía burocrática-contractual. Cuando ocurre otra categoría de gobiernos repartiendo la torta oficial entre camarillas y se establecen convenios entre los poderes del Estado, surge el concepto de gobernabilidad, una careta de la democracia, relación establecida no entre el mandatario y el pueblo sino entre aquel y sus intermediarios.
En la Grecia antigua el término gobernabilidad no existía, fue acuñado en la postmodernidad cuando tomar decisiones en el ágora no era viable. Lo que hoy practicamos podríamos denominarlo “monocracia”, yo con yo, mi gobierno con mi círculo de amigos políticos.
El embrión de esta perversa figura política nace de la relación prostituta entre el ejecutivo y el legislativo donde no existe servicio gratis y todo se coopta, donde toda actividad tiene su contraprestación y el concepto de pueblo desaparece. En las monocracias aprobar una ley sale caro y a veces no es posible hacerlo porque los precios político-ideológicos son tan altos que superan las líneas rojas de la negociación comprometiendo la misión del gobierno.
Esto pasa actualmente con las reformas “Petro” cuya aprobación implica mutilarlas así que es preferible no proponerlas. El proyecto de ley mediante el cual Uribe ganó su reelección tuvo un altísimo y deshonroso precio para sus secuaces y para la institucionalidad.
La implicación de ejercer dos periodos consecutivos consistió en la alteración de la correlación de fuerzas entre las cortes y el ejecutivo. En la constitución de 1991 estaba previsto que estas tuvieran una composición tal que garantizaría su independencia, pero con la interrupción por la reelección, ahora las cortes parece que tienen sus “primeras líneas” y sesgos en sus fallos.
Al partido de gobierno le han tumbado cuatro curules en el senado por doble militancia; en cambio, a ‘Franco’ Ovalle gobernador, no le aplicaron la misma jurisprudencia; Polo Polo dice ser elegido por las negritudes, pero estas dicen que no es así; ‘Yoyo’ Tovar dice ser elegido por las víctimas que su padre propició, más a estos dos parlamentarios nada les ha pasado. Esto es inaudito.
Las decisiones que el gobierno del cambio propuso para La Guajira fueron derribadas por la Corte Constitucional, más la emergencia por el COVID declarada por Duque fue sacralizada. ¿Serán las cortes cómplices, con las “ías” y el Congreso, del golpe blando? Nuestra jurisprudencia es muy santanderista, aquí un párrafo o un inciso valen más que la realidad, mientras que los problemas de La Guajira son reales e inaplazables, las normas, hechas por ocasionales tinterillos congresales, las detienen e invisibilizan.
Una verdadera democracia no debería darse esos lujos y excentricidades. ¿Qué tal que un poeta invente vocablos nuevos para rimar sus versos, sacrificando el todo el idioma? Estas frivolidades de apariencia legal ocurren porque no se ha pactado la gobernabilidad, la oposición que encarna la vieja clase política es incompatible con nuevas formas de gobernar, abusando de sus mayorías en el congreso, ese que postula magistrados y elige contralor, procurador y defensor del pueblo, ese que negocia las partidas nacionales para las regiones, ese que fija su salario autónomamente y puede paralizar al país. Si eso le ocurre a un mandatario curtido en la actividad parlamentaria, exalcalde de Bogotá, con probada solvencia ético-académica y validado por un fuerte régimen presidencialista, buena capacidad pedagógica para expresarse y con una relativa gobernanza, un mediocre como tantos que han ocupado el solio de Bolívar, ya habría sido defenestrado. A Petro lo sostiene la sabiduría que un adicto nunca podría tener. Los recientes resultados electorales son un buen ejemplo de monocracia, el poder solo de unos. Pobre Colombia, esto “ta malo”.
Por Luis Napoleón de Armas P.