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Mitología vallenata

Foto: El Pilón.

Seguramente son innecesarias estas dos precisiones históricas sobre la música de acordeones, pero no está de más hacerlas. La primera corresponde al hecho de que al menos cinco de los siete departamentos del Caribe continental se disputan actualmente el origen de esta música, y lo más probable es que los cinco tengan la razón.

Más allá de las múltiples leyendas que hablan de la llegada de este instrumento a Colombia -que van desde el carguero que naufragó frente a las playas de La Guajira hasta la no menos fantasiosa que trae García Márquez en ‘Cien años de soledad’ al decir que el primer acordeón fue el regalo que le hizo a Francisco el Hombre sir Walter Raleigh- se sabe que ingresó al país desde varios puertos y no solo por el de La Guajira, como algunos repiten, pues a finales del siglo XIX ya se escuchaba en la zona bananera. No está confirmado, eso sí, ni la fecha exacta en que sucedió, ni quién lo trajo ni cómo aprendieron a interpretarlo.

Es probable que haya entrado en el pecho de un dominicano atraído por alguna fiesta patronal en Riohacha o Santa Marta o de la mano de algún marino que lo interpretaba en altamar al tratarse de un instrumento que no deja ahogar sus sonidos con el viento. Las primeras noticias datan de la segunda mitad del siglo XIX, más exactamente entre 1860 y 1885, es decir, cuando el país se llamaba Estados Unidos de Colombia y era regido por la Constitución de 1863 según la cual éramos una federación compuesta por nueve estados. Dos de ellos, descontando Panamá, correspondían a nuestra costa Caribe: Magdalena y Bolívar. Esos dos departamentos se convirtieron un siglo después en los cinco que casualmente hoy se disputan el origen del vallenato. Por tanto, no es exagerado afirmar que quizás ninguno de ellos esté equivocado.

Ahora bien, en lo que corresponde estrictamente al Magdalena Grande sabemos que el acordeón no se detuvo en Riohacha, que siguió por todo el camino que conduce hasta Valledupar y que pasó de largo hasta detenerse en el límite sur del Valle de Upar, exactamente en El Paso, donde iniciaban las más grandes haciendas ganaderas de la región: Las Cabezas, Mata de Indio y Leandro (la finca de don Urbano Pumarejo, bisabuelo de Alfonso López Pumarejo y de Julio Mario Santo Domingo Pumarejo, ubicada en lo que hoy es Bosconia). La importancia de éstas en la música de acordeones, según investigadores del folclor como Ciro Quiroz, es que fueron la cuna del antecedente primario del vallenato: los cantos de vaquería.

A Valledupar los acordeones llegaron cuando ya habían hecho coro con la caja y la guacharaca (a propósito, López Michelsen fue quien primero dijo que el vallenato es la conjunción del acordeón europeo, la caja africana y la guacharaca indígena. Sin embargo, en la investigación que adelanté para escribir esta conferencia me topé con la opinión del reputado musicólogo Egberto Bermúdez y al seguirla encontré que la guacharaca, ese instrumento musical idiófono, cuyo sonido se produce al raspar la madera o el metal, es tan africana como la caja. Proviene de Angola, pero allá se llama de otra manera: dikanza. En Brasil también se conoce como reco-reco. Lo que llevaría a la idea de que todos los autores que hemos repetido la frase de López, incluyéndolo a él, estaríamos equivocados).

Pero sigo con lo nuestro. Decía que a Valledupar esta música llegó cuando ya había hecho coro con la caja y la guacharaca. Tanto fue así que Enríque Pérez Arbélaez escribió a principios del siglo pasado: “He recorrido estas tierras y no encontré un solo músico en Valledupar”. Según palabras de Consuelo Araújo en una de sus columnas en El Espectador, las dos primeras parrandas de que se tenga noticia en Valledupar fueron organizadas en la década del treinta en la casa de un campesino llamado Feliciano Quiroz. Para entonces, cuando no existía el Club Valledupar, las fiestas de los ricos se hacían donde Oscarito Pupo (y hay que resaltar la importancia de Oscar y Carmen Pupo en la formación de la fiesta) y donde don Tito Pumarejo. Lo que más se oía era música de bandas como la de Reyes Torres, Los caballeros de la noche y la de un señor Espeleta de Riohacha. También se oían valses y polkas en la casa de puertas abiertas de Anita Castro Trespalacios, quien vivía en la esquina suroriental de la Plaza Loperena, que es como se llamaba la Plaza Alfonso López antes de que la lambonería política revolcara nuestra nomenclatura. En tanto, la música de acordeón, que se tenía por plebe, sonaba hasta ciertas horas de la noche en las casas del doctor Pavajeau y de Juancho Castro y a partir de la madrugada -las famosas colitas-, especialmente en las fondas de Lola Bolaños y de Petra Arias y en la casa de hospedaje de Ana Gregoria Caamaño.
Es importante anotar que, a diferencia del tango y el jazz, el vallenato ni nació ni tuvo asiento en los prostíbulos, sino en estas fondas que ayudaron a su popularización. Por eso hay que decir que la música vallenata tiene una gran deuda con Lola Bolaños. De alguna manera ella fue la primera de lo que hoy podría llamarse Relacionista Pública del Vallenato. Lola era pariente de Chico Bolaños, el mejor acordeonero que ha tenido desde siempre la región y el encargado de hacer sonar esta música por primera vez allende las fronteras patrias cuando fue invitado a Curazao a tocar en homenaje a la visita de la reina Guillermina de los Países Bajos, a principios de los años treinta. Cecilia Monsalvo, quien hace unos años fue Presidenta de la Fundación Festival de la Leyenda Vallenata, recuerda que Lola tenía una fonda en el centro en la que el vallenato se escuchaba en acordeón y Petra Arias tenía otra en el barrio Cañaguate, al norte, donde se tocaba mayormente con guitarras, lo que lleva a la idea de que lo infame en esta música no fue ni su origen ni la historia de sus letras, como en el tango, sino el instrumento. El acordeón era popular: “En Urumita costaba dos pesos”. La guitarra, en cambio, traía la casta y la nobleza de España.

La segunda aclaración alude al hecho de que no hay certeza de la fecha exacta en que la música de acordeón comenzó a llamarse “vallenato”. Lo que sí es claro es que a los nacidos en ese extenso valle que va del centro de La Guajira, en Fonseca, hasta el río Magdalena en el sur; y desde la Sierra Nevada de Santa Marta, al occidente, hasta la Sierra de Perijá al oriente, desde el siglo XIX se les llamaba natos del valle, o sea, vallenatos. Por tanto, aunque la música de acordeones recibe el mismo apellido usado como gentilicio por los nacidos en Valledupar, ese “vallenato” no corresponde tanto a una ciudad como a una región.

La fiesta vallenata

Hechas ambas precisiones pasemos al tema que nos ocupa: la fiesta vallenata, la cual históricamente se divide en tres:

1. Los carnavales como fiestas paganas, los cuales se organizaron en la ciudad y la región hasta finales del siglo pasado, cuando el Festival -en buena parte- los anuló.

2. Las galleras organizadas cada sábado de diez de la mañana a seis de la tarde desde la época de la Colonia (las primeras riñas de gallo de que se tenga noticia en Valledupar datan de mediados del XIX, cuando un señor de apellido Pavajeau fundó un hotel en la actual casa de los Pavajeau Molina en la plaza Alfonso López. Como no había ninguna actividad en el pueblo, al señor Pavajeau se le ocurrió poner a pelear gallos para divertir a los visitantes). Siempre funcionó una gallera en la ciudad a lo largo del siglo XX. La actual, llamada Miguel Yaneth, fue inaugurada justamente el año en que todo lo grande empezó: 1967. ¿Por qué las galleras fueron tan importantes en la consolidación de esta música? Porque, según cuenta Darío Pavajeau, quizás el gallero más reconocido de la región, “La parranda siempre seguía a la gallera”. Son hermanitas siamesas.

3. La fiesta religiosa conocida como “El milagro de la virgen del Rosario y la leyenda de las Cargas”, que se realiza el 29 y 30 de abril de cada año.

Estos son, pues, los antecedentes que encontró López Michelsen al llegar a Valledupar en diciembre de 1967 tras ser nombrado Gobernador del Cesar. En una visita social que hizo por esos días a la casa de su gran amigo en el pueblo Oscarito Pupo Martínez (la misma casa en la que se hospedó desde que comenzó a visitar Valledupar a principios de los cincuenta hasta que fue gobernador), López comentó a un grupo de amigos la necesidad de crear un evento o de buscar un distintivo que identificara a Valledupar ante el resto del país.

Según cuenta Carlos Alberto Atehortua en su libro Escalona: adiós al mito, Miriam Pupo Pupo, una de las tres hijas de Oscarito, recordó entonces una gran parranda que el año anterior se había celebrado en Aracataca, cuando Gabriel García Márquez, con el ánimo de actualizarse, pidió a su amigo Rafael Escalona que le llevara a los más grandes exponentes de la música de acordeones.

Esta fiesta en Aracataca se constituye como el antecedente primario de esta otra gran fiesta propuesta por Miriam Pupo, que tropezó con el primer inconveniente cuando los presentes en aquella reunión social, según Atehortua, “se toparon con la certeza de que los músicos eran oriundos de la periferia y de los pueblos circunvecinos porque Valledupar no contaba con un solo acordeonero” (esto es parcialmente cierto, pues ya era conocido el acordeón de Moralitos, que es de Guacoche, un corregimiento vecino de Valledupar, y la concertina de Gustavo Gutiérrez).

Atehortua, un hábil y reconocido periodista que llegó a trabajar a Valledupar en 1964 y archivó desde entonces la memoria del pueblo, cuenta también en su libro que fue Miriam Pupo Pupo quien propuso convocar a Consuelo Araújo y a Rafael Escalona para organizar este Festival, planeado inicialmente para celebrarse en el mes de febrero de 1968, es decir, dos meses después. Dado que febrero era época de carnavales, en una nueva reunión salió a la palestra la fecha del 29 y 30 de abril buscando darle realce a la celebración de la Virgen del Rosario. Sin embargo, poco a poco la fiesta de los acordeones ha venido desplazando la fiesta religiosa casi hasta anularla. De hecho, entre parranda y parranda, son pocos los visitantes que se interesan por conocer o participar de esta otra celebración. Es una lástima que el Festival, un evento moderno, se lleve por delante las tradiciones vallenatas tal cual hizo, en buena parte, con los carnavales y, de seguir así, con la Leyenda de las Cargas.

En adelante el trabajo consistió en estudiar a profundidad el tema, apropiarse de elementos que hacían parte de la cultura popular de Valledupar y, sobretodo, en crear una ficción, no el vallenato como música, que ya existía, sino la fiesta de los acordeones, alrededor de la cual se tejió una historia común. Dice Harari en Homo Deus, “La vida de la mayoría de las personas tiene sentido únicamente dentro de la red de historias que se cuentan las unas a las otras.

Este sentido se crea cuando muchas personas entretejen conjuntamente una red común de historias”.

En un artículo publicado por la revista Poder en marzo de 2002, la periodista Jackie Urzola afirmó que, luego de la publicación de Cien años de Soledad, Consuelo Araújo “aprovechó que los intelectuales capitalinos estaban enloquecidos con el olor a Macondo para ofrecerles la posibilidad de vivir y sentirse también actores de ese mundo alucinante”. Así las cosas, ella y sus amigos construyeron no solo un gran evento alrededor de esta música sino también, y creo que esto es muchísimo más importante, toda una mitología -y hablo de mitología como una ficción- en la que, como escribió José Jorge Dangond, “Los juglares se convirtieron en reyes; la música en ciencia -por cuenta de Vallenatología, el libro de Consuelo- y una familia con más de dos músicos, en dinastía”. El ágora de toda esta ficción era (es) la parranda; y el Olimpo, el Festival.

Ahora bien, ¿por qué todos en su momento creímos en esta ficción? Primero porque necesitábamos creer en algo para poder construir nuestra identidad ahora que éramos capital de departamento y segundo porque los amigos y los vecinos compartían esta misma opinión. Retomo a Harari: “La gente refuerza constantemente las creencias del otro en un bucle que se perpetúa a sí mismo. Cada ronda de confirmación mutua estrecha aún más la red de sentido, hasta que uno no tiene más opción que creer lo que todos los demás creen”. En esta ficción se habla incluso de un “país vallenato”, lo cual significa que hemos inventado un país para sostener -para validar- una identidad. Y no está mal que así haya sido, lo señalo, pero no lo critico, porque dio resultado. No obstante, como escribió Weildler Guerra Curvelo, “Muchos de los estereotipos comúnmente aceptados sobre la música popular de acordeón deben ser revisados a la luz de las evidencias documentales, etnográficas y musicales de manera reflexiva y serena”.
2.
El Festival consiguió el objetivo de sus creadores: posicionar a Valledupar en el mapa nacional. Además: supuso un antes y un después en un momento en el que la ciudad estaba ávida de esperanza; imaginó un concepto y demostró que, más que imitar otros modelos, debemos inventarlos, conjugando el carácter propio -el acento local, lo singular- con la proyección global; demostró también que una infraestructura cultural puede ser fundamental en el proceso de transformación de una sociedad, pues poco a poco se convirtió en un catalizador de la modernidad a la vez que en exponente y motor del cambio que ha contribuido a crear una ciudad más abierta y cosmopolita, donde la cultura tiene un papel preponderante. Que el arte -la música- permitiera que una ciudad asumiera su orgullo apostando por lo tradicional, por el folclor, ha sido un ejemplo vital. Hoy simboliza, en Colombia, el inicio a una era turística mientras que a nivel local logró que la gente se apropiara de su cultura y la convirtiera en una razón extra para vivir. Y lo más importante: para darnos identidad, no solo a los nacidos en la ciudad de Valledupar sino también a los nacidos dentro del marco del Valle de Upar.

Cuando murió Consuelo en septiembre de 2001, el Festival gozaba de pleno reconocimiento a nivel nacional. Lo que seguía era la apertura internacional, que consiste no en contratar a músicos del resto del mundo para cantar en esta fiesta, como se ha entendido, sino en lograr su reconocimiento allende las fronteras. Sin embargo, desde entonces ha corrido por otros cauces no solo en este sentido sino, especialmente, en el interés por la salvaguardia del folclor vallenato, de lo cual Consuelo era una abanderada (y, con sus pros y sus contras, ese es quizás su mayor legado). De modo que no todo ha sido positivo. El Festival podría ser la catedral del vallenato, como lo son al cine Cannes o Hollywood, pero se ha conformado con ser tan solo una fiesta; podría ser también una especie de faro que elabore un nuevo modelo en la industria cultural. Podría no ser, en fin, un simple recinto -como hoy lo es- para contener lo que ya sucede, sino un espacio abierto que a su vez abra nuevos espacios y nuevas formas de entender y asumir la cultura. Fue lo que sucedió en sus inicios, su disrupción. Desafortunadamente, como dijo Francisco I en su visita al país, “El diablo está en el bolsillo”: por cuenta del mercantilismo, el Festival decidió dejar atrás su mayor y quizá su única riqueza. Por el afán de dinero y de poder terminó contentándose con muy poco, por lo que no es exagerado afirmar que estos últimos veinte años el vallenato ha logrado en difusión lo que ha perdido en autenticidad.

Todo esto sin contar que el Parque de la Leyenda, donde se desarrolla el evento final del concurso, no es un lugar para el pueblo. El Festival nació y creció en la plaza pública, a la que asistía todo el que quería. La construcción del Parque de la Leyenda levantó una muralla real, pero también imaginarios, entre la música y sus seguidores. La fiesta vallenata que se realiza en este parque es cada vez más excluyente; y es menos de los vallenatos y más solo de los visitantes (por fortuna, no toda la fiesta es la que allí se vive: hay un festival popular del que se habla poco.

Sucede en las casetas, en las casas con patios amplios que abren sus puertas a todo el que quiera entrar y en los barrios populares).

Con sus desbordados precios, las directivas de la Fundación están haciendo que, cada vez más, incluso apenas un rezago de la élite vallenata pueda ingresar, al punto de que se hizo popular este año hablar de Dubaipar en lugar de Valledupar. Y no era para menos: los tiquetes en avión, en un solo trayecto, sobrepasaron el millón de pesos (¡Ni a New York, pues!); el arriendo de una casa para entre seis y ocho personas fluctuaba entre los cuatro y los veinte millones “la temporada”, es decir, los cuatro días de fiesta; la “cuota” para disfrutar de una parrandita bajo el paloe´mango del patio de alguna casa de vecino estaba entre los trescientos y los quinientos mil pesos “por persona”; el palco para ocho personas para la final en el Parque de la Leyenda costaba la bicoca de ¡doce millones de pesos!, eso sí: con IVA incluido (aunque sin el Old Parr). Y ni hablar de las fiestas con las que desde hace unos años las grandes empresas nacionales se promocionan; fiestas artificiales a las que llaman parrandas y a las que llevan a la ciudad desde los manteles hasta la comida, que solo sirven como pasarela de moda y encuentro del jet set bogotano.

La Alcaldía, en tanto, nunca ha estado a la altura de su fiesta. Pulula el caos en el tráfico vehicular (si se sabe que ingresarán vehículos de visitantes, ¿por qué no señalizan las calles?). Tampoco se preocupa por el aseo de la ciudad durante estos cuatro días. La Plaza Alfonso López huele a orines y otras cosas. Y así: la ineficiencia y la falta de autoridad no corresponde a la alegría y buen tono de sus habitantes. A los alcaldes les ha faltado siempre durante estos cuatro días parrandear menos y gobernar más.

Por Alonso Sánchez Baute

 

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