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Misterio maravilloso

“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria y el hijo del hombre para que lo visites? Salmos 8,3-4

Con ocasión de la partida a la eternidad de William, mi hermano mayor, se agolpan en mi mente recuerdos hermosos de la infancia. Vivíamos en una finca cerca a Codazzi que mi papá bautizó con el nombre de Pereira.

En las vacaciones, venían varios primos a pasarla con nosotros y como éramos tantos, nosotros solos ya éramos una montonera, uno de los pasatiempos y diversiones favoritas era, al atardecer cuando ya el sol se ponía y salía la luna con su característico esplendor, acostarnos boca arriba en un planchón o zorro de esos de recoger los sacos llenos en el cultivo y comenzar a observar las estrellas.

El universo era tan inmensamente grande, cada estrella brillaba con su luz propia, las nubes del primer cielo formaban figuras que intentábamos descifrar, las estrellas, planetas y costelaciones nos daban una sensación de infinitud. Allí nos quedábamos por horas, poniéndole nombre a las estrellas hasta que el sueño nos vencía o nos llamaban a dormir, no sin antes, sobrecogernos por la pequeñez del hombre comparado con la inmensidad del universo.

Hoy, al traer esos recuerdos, entiendo lo que el salmista expresaba en los versos del epígrafe. Al levantar los ojos a los cielos, David experimentó esa misma sensación de pequeñez frente a la grandeza de la creación de Dios. Seguramente abrumado por su propia insignificancia, no pudo evitar preguntarle al señor: “Si tú eres tan grande y tu creación es tan vasta y majestuosa, ¿Qué es el hombre para que te fijes en nosotros y nos visites, siendo que somos tan pequeños e insignificantes?”

Oh, ¡Qué misterio tan maravilloso! El Dios que creó los cielos y la tierra, que ordenó las estrellas, planetas y costelaciones, que conoce los secretos más intrínsecos del mundo, ha elegido tener comunión con nosotros que no somos más que una partícula del universo.

Queridos amigos, en este tiempo de avance y crecimiento de la ciencia, en donde el hombre es el centro del universo, y nos inflamos cada vez más con un exagerado sentido de importancia propia, se hace necesario que recuperemos el sentido de pequeñez frente a la inmensidad de Dios.

Si perdemos esa sensación de pequeñez y la capacidad de maravillarnos de la grandeza del señor, también perderemos el entendimiento de este maravillo secreto: ¡Dios quiere acercarse a nuestras vidas para tener comunión y compañerismo con nosotros!

No podemos pensar que las cosas pasan solamente porque estamos involucrados en ellas. Ni que lo que nos rodea funciona porque nosotros estamos participando. El exagerado sentido de autovaloración hace menguar el sentido de necesidad. Y si no lo necesitamos, ¿Qué esperanza hay para nosotros? Las cosas y la vida misma adquirirán otro color cuando las contemplemos en su dimensión correcta.

Levantemos el rostro, volvamos a mirar las estrellas. Miremos los cielos, obra de sus dedos y agradezcamos a Dios por su visita y su amistad.

Un abrazo en Cristo.   

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