Por Marlon Javier Domínguez
Ningún ser humano puede evitar totalmente cometer el mal, de tal manera que sea capaz de levantar sus manos limpias y decir: “soy plenamente inocente”.
Es más, cada uno experimenta en su cotidiano vivir que, “aún queriendo hacer el bien, es el mal el que se le presenta”, y que muchas buenas intenciones jamás logran materializarse en los actos. Los religiosos afirman: “somos pecadores”, los no creyentes admiten: “somos imperfectos”.
En ambas expresiones se advierte la misma realidad: nos equivocamos y, en muchas ocasiones, actuamos de manera contraria a nuestra naturaleza.
Somos seres imperfectos, es cierto. Muchos de nuestros actos internos y externos atentan contra los demás, contra el medio en que vivimos y contra nosotros mismos.
También es cierto, sin embargo, que somos seres perfectibles, capaces de reconocer nuestros errores, corregir nuestros fallos y enmendar nuestras equivocaciones.
Es preciso guardar en esto un justo equilibrio: el hecho de que alguien haya cometido un mal mayor al que yo he cometido no me da derecho a creerme mejor ni a juzgar al otro como “caso perdido”.
Todos somos capaces de todo y a quien considere lo contrario le propongo meditar muy seriamente a inscripción que se encontraba en el templo de Delfos en la Grecia antigua y que Sócrates hizo célebre: “conócete a ti mismo”.
La Liturgia de la Palabra de hoy nos habla de la conversión, capacidad que tiene el ser humano para enderezar su camino al descubrir lo errado de sus pasos. Para ello condición “sine qua non” es la humildad.
¡Cuán difícil es reconocer los propios errores y cuán fácil juzgar y señalar los errores de los demás! Convertirse significa adquirir conciencia de nuestras imperfecciones y debilidades y proponernos no volver a ellas, al tiempo que intentamos remediar el daño causado. Conversión significa cambio de dirección y de mentalidad, disposición para ejecutar el bien y atención para no perpetrar el mal.
Contrario a lo que podríamos experimentar al pedir perdón a un semejante y toparnos con un rostro severo de actitud hostil, con ninguna disposición para perdonar, al volvernos a Dios siempre encontraremos unos brazos abiertos y un perdón incondicional. Misericordia infinita la de Dios, que perdona siempre, amor sin límites que disculpa hasta el infinito, perdón perfecto que no lleva cuentas del mal y cuya medida no es, ni siquiera, nuestro arrepentimiento.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad apiádate siempre de nosotros, aunque no siempre nuestro orgullo nos permita pedirte perdón.