Continuación…
En muy corto tiempo compartimos con Maricarmen muchas cosas. Ella me permitía usar la cocina los sábados y domingos porque de lunes a viernes yo compraba almuerzo en la universidad. Todos los desayunos los hacía con ella; era sencillo porque yo compraba bollería -hojaldres y ponquesitos- que acompañaba con un café descafeinado con leche deslactosada cada mañana. Ahí hablábamos, compartíamos mucho. Nos conocimos mutuamente.
De vez en cuando tocaba a mi puerta por la noche y me llevaba la cena que los peruanos sí pagaban. Como las gallegas de su época, Maricarmen cocina delicioso. Era muy generosa, me consentía a su manera y yo agradecía mucho tanto cariño. En la platica que le pagaba de renta mensual se incluía el arreglo de ropa. Esto era bastante particular: ella retacaba la lavadora de tal manera que la ropa no se revolvía porque no tenía espacio. Era un bloque de ropa el que uno veía inmóvil en la lavadora. Revolvía los colores pero nada se manchaba; la ropa salí con el jabón seco pegado. Ese era mi sufrimiento. Ella me dejaba la ropa sobre mi cama, yo la extendía al llegar en la tardecita y la colgaba en el tendedero que estaba instalado debajo de mi ventana. Así era: tendía mi ropa fuera de mi ventana, en un sexto piso, y a cada prenda le ponía ganchos de pinza para que no saliera volando. Toda una experiencia.
Viví con ella hasta que terminé la maestría. En ese tiempo conocí a su esposo y a sus hijos, buenas personas aunque tímidos y algo parcos. Me despedí de Maricarmen llorando a finales de mayo de 2010. Como ella era mayor pensé que nunca volvería a verla. Gracias a Dios no fue así: en enero de 2018 tuve la oportunidad de visitarlos en una típica tarde madrileña de invierno. Iba con mi esposa que también había conocido en Madrid.
Tomamos la línea 9 del metro, la morada, esa era la de mi casa. Nos bajamos en la Estación Barrio del Pilar. Ese era mi barrio. Yo vivía sobre la calle Ginzo de Limia, ahí quedaba mi puerta. Era buenísimo el lugar porque estaba cerca a la universidad, solo tomaba un bus, ahora se puede llegar también en metro. Cruzando la calle está La Vaguada, un centro comercial con todo lo que uno necesita.
Ahí transcurrió mi vida. A tres cuadras tenía la iglesia de Santa María del Val y una panadería colombiana: José Pan. Allá iba cada domingo al salir de misa para “regalarme” un pastel gloria con una colombiana miniatura; todo eso me costaba un riñón pero valía la pena.
Llegamos a la puerta del edificio, timbramos y Maricarmen nos abrió por el intercom. Tomamos el ascensor y llegamos al 6B. Ahí estaba esperándonos con su esposo.
Nos tenían almuerzo a pesar de estar entrada la tarde, cosas deliciosas. Les llevábamos de regalo café colombiano y una vajilla de tinto, la típica de nosotros. Pasamos una tarde memorable. Al despedirnos la abracé y le hice prometer que nos volveríamos a ver ahí, en su piso. Es inevitable llorar cuando la tengo frente a mí y sé que ya debo irme. Es mi mamá española, la quiero, la extraño. Ahora ya no ve muy bien y los mensajes de voz por WhatsApp han sido una salvación. Constantemente nos hablamos por esa vía.
Aún extraño su comida, no olvido que me alimentó muchas veces sin cobrarme, que todo eso lo hizo con amor; que aunque mi ropa parecía mascada por un perro no se me dañó nada. Es la mujer que me acogió en su casa con el mismo amor de Dorotea y Jeanine.
Durante la pandemia hemos estado hablando y apoyándonos mutuamente. Hablamos siempre de vernos pronto, de que vaya a Madrid para reencontrarnos. Así será, así debe ser, nos lo merecemos…
Estas 4 entregas solo han tenido la intención de mostrarle a mis lectores que la gente buena existe. Que conocí en Europa, por azar, a 3 mujeres extraordinarias: una en Alemania, otra en Bélgica y otra en España. Que ellas 3 son mis mamás también. Todas son muy especiales en mi vida, las recuerdo constantemente y agradezco poder disfrutarlas todavía.
Imagínense si tengo 4 mamás, cuántos hermanos tendré…
Mientras tanto: la política está que arde, paciencia, pronto hablaremos de ella…
Por Jorge Eduardo Ávila