Mi camino, mi vida en compases: las notas que han marcado, es el libro de Rita Fernández Padilla. Un testimonio de su esencia humana, de su vida, su genética artística, su amor por Valledupar y su obra musical. El libro está escrito con un lenguaje natural, ameno y transparente como el desfile de la lluvia en una tarde de verano.
A Rita las imágenes de la sinfonía azul del mar y los ritornelos del viento en el tropezar de las olas la cautivaron desde su infancia en su nativa Santa Marta. En sus idas al mar los fines de semana, al ver llegar los barcos a la bahía, pensaba en aquel feliz acontecimiento cuando su madre cumplió quince años y su abuela le regaló un piano que trajo de Nueva York. En ese piano su madre, María del Socorro Padilla, le dio las primeras clases.
En ella el amor por la música es genético. Su madre María del Socorro Padilla era profesora de piano, y su padre Antonio María Fernández Daza tocaba el tiple, la guitarra y la bandola, y era además coleccionista de instrumentos musicales. Sus padres deseaban que fuera una destacada concertista de música clásica y no una cantante de vallenatos, pero otra cosa le deparaba el destino; en efecto, en el colegio La Presentación fue su acercamiento con el vallenato, cuando escuchaba cantar a algunas compañeras nativas de Valledupar, Villanueva, San Juan y Fonseca.
La revelación del sortilegio es cuando llega por primera vez a Valledupar, en unas vacaciones, con su hermana Margarita y conoce y escucha cantar a Gustavo Gutiérrez, Santander Durán y Fredy Molina. En el viaje de regreso a Santa Marta iba pletórica de ilusiones por la narrativa romántica de los tres compositores; al día siguiente toma el acordeón piano, entre la colección de instrumentos que tenía su padre, y empiezan sus sueños sonoros de libertad y la génesis de su obra musical, y con seis compañeras organiza el grupo musical de Las Universitarias.
“Valledupar vibraba de júbilo y entusiasmo; la ciudad entera parecía envuelta en una nube de alegría y fiesta”. Así describe Rita Fernández Padilla aquella noche del 27 de abril de 1968 en el primer Festival Vallenato, cuando con su conjunto Las Universitarias, en aquella noche inolvidable, refrenda su amor por el vallenato y llega para quedarse en la magia de la luz en los cañaguates, en el arrullo plateado del Guatapurí, en las sabanas del rodeo de Patillal y en el corazón de las personas que saben que la obra del artista es una sublime gratitud por la vida.
Rita vive sonriente de frente a la luz. No se detiene a esperar la sombra de la ausencia ni la oscuridad de la noche, va tras la imagen sonriente de la luna y la vigilia de los luceros, después del repetido adiós de los atardeceres. El ejercicio permanente de tocar el piano y cantar, le mantiene la memoria activa para narrar los acontecimientos de su vida y de su obra musical. Ella afirma: “Valledupar es, sin lugar a duda, el paraíso de mi alma”.
Por: José Atuesta Mindiola