“Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”, es uno de los dichos más sabios. Por estos días estoy sin mi esposa al lado, ya que viajó a México para visitar a su familia. El viaje, organizado para 3 semanas, va en la mitad y ya me estoy volviendo loco.
Nuestra historia de amor es bastante particular, es muy especial. De hecho, tenemos personas cercanas a quienes les encanta que se las contemos una y otra vez. Me imagino, y espero de corazón que así sea, que todos pensamos que nuestras historias son las mejores, que son únicas e irrepetibles. Yo les afirmo sin temor a equivocarme que nuestra historia con Karla lo es, aquí les va.
Para el año 2010 quien escribe estas líneas había tomado la decisión de ser solterón, sí señor, como lo oyen: solterón. Tristes experiencias del pasado y desencuentros me marcaron de tal manera que llegué a esta determinación: viviría para mí, para mi familia, disfrutaría la vida estando solo, tranquilo. Tenía un precioso apartamento de soltero, un carro que cambiaba cada año, viajaba por el mundo y trabajaba intensamente para poder hacer todo eso.
A mediados del 2009 apliqué a una universidad española, Villanueva, para hacer parte del programa de una maestría en Dirección de Centros Educativos en su versión del 2010. Era un programa internacional, para estudiantes de todas partes, 25 cupos disponibles. Este programa se ofrecía año tras año, privilegiando las aplicaciones de candidatos de Latinoamérica. Finalmente hubo más de 2.500 aplicantes y adivinen a quien escogieron: a este pechito.
A pesar de contar con 25 cupos, sólo se activaron 21, ya que por diferentes motivos los otros 4 no se pudieron aprovechar por parte de los elegidos. Fuimos 18 estudiantes, de países latinos, uno de España, un austríaco y un nigeriano. Somos muy amigos, nos queremos mucho, hemos visto en 13 años cómo nuestra familia crece y crece. De México iban 3 lindas mujeres y de Colombia íbamos 3 hombres. Una de esas mexicanas era Karla Koester, nacida en Ciudad de México y de padre alemán, muy rápidamente nos hicimos amigos. Entre los 21 se dio una pareja binacional y esos fuimos nosotros. Curiosamente a lo largo del programa nunca nos tocamos ni un dedo. Éramos buenos amigos, eso sí, pero nada más. Llegando el final del programa, sintiendo cerca la despedida, empecé a sentir cositas raras, empecé a extrañar a Karla más de lo normal. Ella regresaba primero a México, yo estaría casi 2 meses viajando por Europa y E.E.U.U. Seguimos hablando todos los días, y luego de unos meses Karla vino a Colombia y luego en diciembre yo visité México, todo esto para seguirnos conociendo.
Decidimos estar juntos después de ambos viajes, de conocer el contexto familiar del otro y esta historia ya cumplió 13 muy felices años. Por momentos hemos viajado separados por temas laborales, de hecho, recientemente estuve solo en Europa e Israel por casi 40 días. Cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día extrañé a Karla, pero finalmente era yo quien estaba de viaje, aprendiendo y conociendo. Estar en Madrid sin ella es como comerse una hamburguesa sin papas fritas, como tomarse una Coca-Cola al clima, es como ir a un día de playa pero sin chingue para meterse al mar. Cuando uno ama de verdad, como nosotros tenemos la bendición de hacerlo, el bienestar del otro pasa a estar en primer plano. La comida no sabe igual, la cama se agranda y no provoca tomarse fotos, por la sencilla razón de que el consorte no está.
Extrañar hace bien a las relaciones, valorar a la pareja es clave para mantener el respeto y la admiración por el otro, requisitos determinantes para que el amor no se extinga. Afortunadamente Karla regresa pronto porque los días se hacen largos y se siente un enorme vacío. En esta relación, como lo pueden ver, el romántico soy yo. Pero no dudo ni un segundo, porque así lo siento, que soy amado intensamente por esta compañera de vida que Dios enhorabuena eligió para mí.
Mi mamá, con su sexto sentido, siempre supo que en Madrid conocería a mi media naranja. ¡Bendita la hora en que Villanueva nos aceptó!
Por Jorge Eduardo Ávila.