Y ahí estaba él, finalmente. En el escenario más importante de la música en Nueva York, el Madison Square Garden, Juanes y yo por fin tendríamos aquel encuentro tácito de dos horas entre un artista y su seguidor. El mismo que había sido esquivo desde aquella tarde de principios del milenio en el tercer piso de mi colegio, que por aquella época empezaba su lenta mutación de castillo a edificio, en que María Fernanda oprimió el botón de play en la desvencijada grabadora color plata futurista y tuve el primer contacto con su música al ritmo de las letras frescas de “Un Día Normal”. Desde entonces pasaron 15 años en que sus conciertos no coincidieron con mi presupuesto de estudiante y su bache creativo estaría a destiempo con mi salario de abogado.
Era una deuda con mi yo de la primaria que estaba saldando aquella noche. Pero luego de que los rústicos acordes de “A Dios le pido” rasgaran el silencio y alborotaran el patriotismo en masa para dar inicio a la presentación entendí que, sin saberlo, Juanes había estado ahí en todos los momentos clave de mi vida que me llevaron hasta esa silla en la Gran Manzana. Como el personaje que sin quererlo queda en el fondo de todas las fotos que se toman durante un evento.
Sus letras, siempre cargadas de un romanticismo eficiente o una melancolía pragmática, como el que solo pueden reflejar los amores urbanos, estuvieron allí acompañándome conforme crecía y descubría la vida con sus solos de guitarra en mis audífonos. Bien fuera con intentos desesperados de reconciliación con “Nada Valgo sin Tu Amor”, noches mirando a la infinitud de otros ojos con “Tu Guardián” o viajes en Transmilenio contemplando los tonos grises de Bogotá con “Y No Regresas”, él siempre ha sabido imprimirles la musicalidad correcta a los diferentes estados de mi corazón.
Entonces recordé al Fuad de 13 años que avanzaba en el asiento trasero de una van entre Illinois y Missouri mirando el torrencial aguacero golpear en la ventana al ritmo de “Rosario Tijeras” y “Para Tu Amor”. También pensé en el de 22 años que con una mochila al hombro tomaba trenes, buses y aviones cruzando de la costa este a la oeste en busca de una aventura al tiempo que tarareaba “Persiguiendo el Sol”. O al de 16 años que recorría todas las mañanas el trayecto desde la Carrera 27 hasta la cuadra de la Iglesia del Sagrado Corazón memorizando los punteos y silencios de “Me Enamora” y “Tres”. Y, por último, al de 25 años que llegó madrugó para poder escuchar completas en su cama las nuevas tonadas de “Perro Viejo” y “Mis Planes Son Amarte” el día de su lanzamiento.
Regresando en el metro de la Línea 1, comprendí, entonces, que involuntariamente Juanes y su música se habían convertido en mi banda sonora. Sus buenas y malas canciones tenían ocultos recuerdos e instantes de mi existencia que habían encontrado la forma de quedar atrapados en las notas de su pentagrama.
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